jueves, 21 de septiembre de 2017

Tercera temporada en Ashtanga Yoga Bilbao: Dharma e ikigai.

Cartel de inauguración de Ashtanga Yoga Bilbao en septiembre del 2015.

Ashtanga Yoga Bilbao inició su andadura tal día como hoy hace dos años en la víspera de un equinoccio de otoño.  Curiosamente durante estos días coinciden, uno tras otro, la luna nueva de septiembre -ayer-, el aniversario de Ashtanga Yoga Bilbao -hoy- y el equinoccio de otoño -mañana-.  Los ciclos de la naturaleza son un continuo recuerdo de lo transitorio de la realidad; todo cambia, se renueva, desaparece y vuelve a aparecer; y en gran parte el yoga consiste en aceptar este evidente pero difícil hecho.  Las personas y sus creaciones también están sometidas a sus propios ciclos, así que lo menos que merece el comienzo de la tercera temporada de Ashtanga Yoga Bilbao es esta reflexión que, por supuesto, dedicamos a todas las personas que nos habéis acompañado a lo largo de este tiempo y las que habéis formado parte de nuestra historia  

Para nosotros, hablar de Ashtanga Yoga Bilbao es hablar de dharma.  El dharma es un concepto filosófico que evoca al sentido de la vida y uno de los elementos nucleares del Bhagavad Gita, el famoso poema de setecientos versos parte del Mahabharata,  En los prolegómenos de una gran batalla que va a enfrentar a dos clanes emparentados en un combate sin cuartel, sobre un carro de guerra que recorre la tierra de nadie entre los dos ejércitos, el arquero Arjuna le plantea sus dudas al dios Krishna, que lleva las riendas del carro.  Tiene ante sí a parientes, a amigos, y no desea enfrentarse a ellos y matarlos.  Antes prefiere huir o dejarse matar incluso.  El Bhagavad Gita, el Canto del Señor, es esencialmente la respuesta que Krishna le da a Arjuna.

Arjuna no es un diplomático ni un campesino, sino un guerrero, le dice Krishna, y su dharma en tiempo de guerra es combatir, y hacerlo sin dudas.  Si huyera o rehusara cumplir con el dharma que le corresponde, y a pesar de que con ello evitase la muerte de otros, estaría obrando de forma incorrecta.  "El dharma de uno llevado a cabo imperfectamente es mejor que el dharma de otro ejecutado de forma perfecta." (3.35)

El dharma, por lo tanto, es un concepto que incluye pero que va más allá del sentido del deber.  El dharma son aquellos comportamientos que van de acuerdo con el orden que hacen posible la vida y la armonía en el Universo, e incluyen deberes, derechos, leyes, conductas, virtudes y todo lo que podría entenderse como un "modo de vida correcto".  El dharma son los principios que evitan el caos y que todos los seres han de aceptar y respetar para mantener la armonía y el orden del Universo.  No es el acto ni el resultado, sino las leyes naturales que guían el acto y crean el resultado.  Es la persecución y ejecución de la naturaleza y verdadera llamada de uno, el desempeño adecuado de su papel en el concierto cósmico.

Así, el dharma de la abeja es libar miel, el de la vaca dar leche, el del sol irradiar luz y el del río fluir.  Igualmente, el dharma de Arjuna en el campo de batalla de Kurukshetra es combatir con su arco.



Dharma o el sentido de la vida.

Seguramente la abeja, el sol y el propio Arjuna tuvieran una noción muy clara de cuál era su dharma.  El sentido de su vida quedó determinado desde su propio nacimiento, y trágicamente así es a menudo también en la sociedad india actual, donde la casta en la que has nacido determina y restringe tu papel en la sociedad.  En otros casos, averiguar cuál es tu "papel en el concierto cósmico" no siempre resulta una tarea tan sencilla.  Se trata nada más ni nada menos que la difícil búsqueda del sentido de la vida.

A veces, el sentido de la vida de las personas parece coincidir con las necesidades básicas de la supervivencia y la reproducción.  Desde el punto de vista de la especie humana, su perpetuación y proliferación, esto es algo muy deseado.  No obstante, ese mismo papel lo asumen ya los animales de manera instintiva, por lo que cabe presumir que los seres humanos, con todo su potencial y complejidad, habrían de aspirar a algún otro sentido más elevado que la mera transmisión de su herencia genética a la siguiente generación.  Aunque se trate de una gran tarea, es algo que se le debe dar por supuesto además de respirar y alimentarse, por lo que no tendría sentido considerarlo parte del dharma.

Quizás el trabajo, la profesión, sea el mejor reflejo del dharma, al menos porque es ahí donde el ser humano tiene la oportunidad de desplegar lo que hay dentro de sí y ponerlo al servicio de la sociedad y del Universo, como una diminuta rueda dentada parte de un inmenso engranaje.  Los tiempos modernos son complejos, pero a pesar de crisis y zozobras varias hoy día existe una gran libertad de elección; cada cual puede acabar dedicando su vida a aquello que se proponga, claro está, siempre que invierta el tiempo suficiente y oriente sus esfuerzos en la dirección adecuada.  Sin embargo, lo cierto es que demasiado a menudo la profesión no refleja esta naturaleza interna; todos conocemos a gente que se ve atada a un trabajo que no le corresponde.  Me viene a la cabeza el caso de Franz Kafka, el escritor checo que apenas publicó nada en vida y que en sus diarios dejó plasmado el desasosiego que sufría por tener que dedicar la mayor parte del día en un tedioso trabajo administrativo en una correduría de seguros que oscurecía su creatividad.  El dharma de uno ha de ejecutarse aunque sea a disgusto pero, ¿qué ocurre si te has equivocado y el dharma que desempeñas no concuerda con tu naturaleza?

La orientación lo es todo, y en una sociedad como ésta a menudo deja mucho que desear.  El éxito, la realización, se asocian a determinado estatus y desde la sociedad y la propia familia se inculcan valores que, en el fondo, siempre tienen el foco en el aspecto económico y la satisfacción de los sentidos.  Al final la profesión se escoge en base a expectativas, y no necesariamente las tuyas.  El gurú oriental sabría identificar las aptitudes del individuo y lo orientaría en consonancia; el guía occidental procuraría que la elección del individuo coincidiese con alguna de las salidas con menor tasa de paro o mayor proyección salarial.

Cuando me recuerdo sentado en mi agradable trabajo de oficina en Madrid, con un contrato indefinido en el Ministerio de Medio Ambiente, un buen sueldo y buenos compañeros, lo primero que me viene a la cabeza es lo afortunado que he sido.  La vida no suele ser un camino de rosas, pero académica y profesionalmente no puedo sino darle las gracias a la propia vida y a mis padres.  Tuve facilidad en los estudios y mi educación se dirigió temprano hacia el camino más difícil, el de las ciencias puras, al término del cual me esperaba el cuerno de la abundancia y la felicidad.  Así era la percepción que se me había inculcado: los estudiantes de éxito se convertían en ingenieros superiores.  En pocas palabras, acabé estudiando lo que de mí se esperaba y trabajando en ello.  Y sin embargo, durante años tuve la sensación de estar viviendo la vida como un trámite: trabajar cuarenta horas de lunes a viernes a cambio de cobrar un sueldo a final de mes.  Intercambio de tiempo por dinero.



Ikigai o la pasión por la vida.

El concepto hinduista del dharma está íntimamente relacionado con el sistema de castas.  El karma de tus acciones en vidas pasadas es el que al fin y a la postre determina tus cualidades o gunas actuales, la casta social en la que te encuadrarás y el dharma que te corresponderá cumplir en esta vida.  Los gunas no tienen porqué ser heredados de tus padres; es tu propio karma el que los determina y en teoría un matrimonio de shudras, a los que se relaciona con labores serviles de baja cualificación, podrían perfectamente engendrar un futuro brahmin que acabe conduciendo las pujas u oraciones en el templo local, pero en la práctica las castas de padres a hijos son mayoritariamente inamovibles y la sociedad, las familias y los individuos se esfuerzan en mantener su integridad; el hijo de shudras nunca sería aceptado como sacerdote y un simple matrimonio entre dos miembros de castas distintas resultaría simplemente inadmisible para la comunidad hindú.  La aplicación del dharma en otras culturas, por lo tanto, resulta un tanto controvertida.  En Occidente es perfectamente posible que la hija de un soldador y una directora de banco halle su dharma en el cuerpo de policía y acabe casándose, por ejemplo, con un barrendero que es a su vez hijo de una dentista y un cristalero.  Algo así resultaría sumamente extravagante en la sociedad tradicional hindú incluso hoy día, a pesar de todos los esfuerzos que ha invertido el gobierno indio en las últimas décadas por la igualdad de oportunidades y la abolición del sistema de castas.  La cruda realidad es que el pensamiento colectivo hindú, y a pesar de no pocas controversias, tiene muy enraizada la interpretación más restrictiva de las palabras del propio Lord Krishna cuando afirma en el Bhagavad Gita que "las cuatro cualidades de ocupaciones fueron creadas por mí de acuerdo con las cualidades de las personas" (4.13).

En un momento del pasado en que me hallaba investigando acerca del dharma y por sugerencia de una buena amiga, llegué hasta el concepto de ikigai, lo que nos lleva desde la lejana India hasta el remoto Japón.  De acuerdo con la teoría del dharma, una vez descubiertos tus gunas has de esforzarte en cumplir con la tarea que corresponde a tu naturaleza, lo quieras o no.  Es el papel que te ha correspondido desempeñar en la creación y has de completarlo, con gusto, como un acto de entrega a la divinidad y sin apego alguno al resultado de tus acciones.  El ikigai japonés, en cambio, añade al concepto del deber un elemento nuevo: la pasión.

El ikigai distingue entre aquello que se te da bien, aquello que te permite ganar dinero, aquello que el mundo necesita y aquello que realmente amas.  Una profesión es, simplemente, lo que se te da bien y por lo que además te pagan.  Lo que el mundo necesita y por lo que podrían llegar a pagarte, es una vocación.  Lo que el mundo necesita y que te gusta hacer, una misión.  Lo que se te da bien y te gusta, una afición.  Ninguno de ellos por sí solos llevan al ser humano a la plenitud.  Una afición que te apasiona y que se te da de lujo pero que no le aporta nada al mundo ni te da de comer no tiene ningún propósito vital y ha de ser complementada con un trabajo, por el que a menudo no sientes pasión y del que al cabo de los años acabas aburrido, amargado, harto, con ganas de abandonarlo y jubilarte.  Aquello que te gusta hacer, que el mundo necesita y por lo que incluso te pueden pagar pero que no lo sabes hacer bien, inevitablemente conducirá al fracaso.  Finalmente, la unión de los cuatro: aquello que haces bien, de lo que puedes vivir, que necesita el mundo y que verdaderamente te apasiona, eso es el ikigai.

El ikigai hace que las personas se levanten temprano cada mañana con ilusión, valoren su existencia y quieran seguir disfrutándola.  Se cree que el ikigai es una de las razones por las que hay tantos centenarios en Okinawa; incluso si el presente es sombrío, tener claro el ikigai da sentido a la vida y mantiene el entusiasmo durante toda la vida hasta la vejez.  La búsqueda del ikigai, por tanto, se convierte en una tarea crucial, en el principal cometido de las personas.  Los comportamientos que conducen al ikigai no son acciones que nos veamos obligados a llevar a cabo, sino naturales y espontáneas, y por lo general requieren una madurez que difícilmente ha podido alcanzar una persona a los dieciséis años, la edad en la que en Occidente tenemos que escoger la profesión que determinará nuestro futuro.


Estrenando el cartel de la puerta, días antes de la apertura.

Dharma
, ikigai y Ashtanga Yoga Bilbao.


Hablar de Ashtanga Yoga Bilbao, en consecuencia, es hablar de dharma, pero también de ikigai.  Cuando años atrás, en mi oficina de Madrid, me planteé si realmente quería seguir toda la vida ahí sentado delante de una pantalla de ordenador en una vida cómoda y relajada, me revolví.  Me había dado cuenta de que, en realidad, nunca me había gustado la ingeniería.  En mi juventud, familia y profesores me habían orientado hacia la ingeniería de telecomunicaciones.  Siempre había sido un buen estudiante o, mejor dicho, un especialista en exámenes y, aunque salvo la escritura y la construcción de maquetas, no tuviera ninguna afición conocida, una carrera técnica de prestigio parecía una buena opción y me dejé convencer.  No sabía muy bien en lo que me metía, pero por aquel entonces no tenia otras preocupaciones que las relacionadas con la edad y tenía asumido que me quedaban aún muchos años de estudiante por delante, así que el ambicioso objetivo de convertirme en un respetado ingeniero con la vida solucionada que enorgullecería a todo el mundo parecía una idea estupenda así que, ¿por qué no?

Al final, había dedicado a mi formación universitaria incontables horas, me había graduado con una media de notable y había acumulado años de experiencia laboral en varias empresas, pero no era un ingeniero.  La evidencia cayó como una fruta madura: nunca me había gustado la ingeniería; no había formado parte de mí.  No vivía la tecnología, no leía revistas especializadas, no me interesaba la informática más que como una herramienta de entretenimiento, no me esforzaba por aprender nada nuevo y sólo valoraba la ingeniería por su capacidad de proporcionarme un sueldo mayor de lo que me pagarían en cualquier otro trabajo al que pudiera aspirar.  La crisis económica arreciaba a mi alrededor y todo aconsejaba mantener la seguridad material, pero quería cambiar y encontrar mi sitio, mi rumbo, mi pasión, mi objetivo vital, mi dharma, mi ikigai.

Comencé dando tumbos.  Primero busqué un cambio de trabajo en Madrid y en el extranjero; luego se me ocurrió la extravagante idea de hacerme bombero.  Por uno y otro motivo, ninguna de las alternativas cuajaron, así lo quiso el destino, y me mantuve en el Ministerio de Medio Ambiente con un espléndido horario con tres tardes libres semanales que me permitía hacer tantas cosas fuera de las horas de trabajo.  Y finalmente, se me abrieron los ojos.

Había comenzado a practicar Ashtanga Yoga en el 2005.  En el 2006 había empezado a estudiar con Borja Romero-Valdespino en Ashtanga Yoga Madrid.  En el 2008 viajé a Mysore por primera vez y en el 2009 Borja me invitó a convertirme en su asistente.  Durante años mantuve una rutina de estudio y aprendizaje a su lado: practicaba cinco o seis días a la semana y en tres de ellos me quedaba tras mi práctica a asistirle durante tres horas.  De vez en cuando, cuando Borja se ausentaba, me encargaba de enseñar en solitario algunas clases, estilo Mysore y guiadas.

Al cabo de los años había acumulado cientos, miles de horas de aprendizaje en la escuela de Ashtanga Yoga más antigua y grande de Madrid.  Quizás ahora parezca evidente, pero durante mucho tiempo ni se me había pasado por la cabeza, ¿dedicarme a enseñar yoga yo?  El Ashtanga Yoga era mi pasión, pero formaba parte de mi esfera lúdica, de mi tiempo libre.  El trabajo era un asunto serio de oficinas con ordenadores y reuniones encorbatadas, nada que ver con una sala llena de gente sudando y respirando raro sobre esterillas de colores.

En Bilbao no había escuelas tradicionales de Ashtanga Yoga.  Se habían hecho algunos conatos, pero nada como lo que podía encontrarse en ciudades como Madrid o Barcelona.  Tampoco se podía esperar otra cosa porque en Bizkaia no existía en ningún lado la posibilidad de practicar Ashtanga Yoga en su formato tradicional y tampoco nadie que estuviese enseñando tras haber aprendido largo tiempo en una escuela consagrada.  A la fuerza, la primera escuela tradicional de Ashtanga Yoga en Bilbao tendría que venir desde fuera.

La llamada del destino sonó entonces clara: me había trasladado a Madrid, pero no para realizarme profesionalmente como ingeniero, sino para encontrar el sentido de mi vida, la tarea que resonaba con mi naturaleza, mi dharma, que no era otro que salir de Bilbao para aprender la práctica y enseñanza de Ashtanga Yoga y de nuevo regresar para transmitirlo en mi ciudad natal y ponerlo al alcance de mis paisanos.  Había sido necesario mucho tiempo para que semejante idea llegase a cuajar en mi cabeza y para derribar patrones mentales enraizados en lo más profundo que hacían impensable semejante paso, pero la decisión al fin estaba tomada.  No me conformaría con la seguridad, la tranquilidad y comodidad de un trabajo estable, no renunciaría al rol que se me había asignado ni a mi sueños; aunque renunciar a la ingeniería para dedicar mi vida a la enseñanza de yoga pudiera parecer una locura y pese a la falta de apoyo que sin duda recibiría de mi familia, no llegaría a viejo lamentándome de qué habría pasado si hubiera tenido el valor de dar el paso.  Perseguiría mi dharma, y lo cumpliría.

El resto es historia.  Dejé de buscar alternativas laborales y me orienté en aquella dirección.  No sería un viaje corto ni fácil, pero ya no había vuelta atrás.  Por suerte, tenía a Nines, que cuando le comuniqué mi decisión y mi intención de contar con ella, estuvo encantada de dejarlo todo atrás y acompañarme en la aventura.  Y varios años después, pasó todo.

La ingeniería también había cumplido su papel, así que las voces cercanas que me decían que había tirado por la borda tantos años de estudio y preparación no estaban en lo cierto.  Mi carrera universitaria me había permitido trasladarme a Madrid, me había puesto en contacto con Borja y gracias a ella también había podido viajar múltiples veces a la India antes de dar el definitivo paso.  Por lo tanto, también había sido una imprescidible parte del camino que aprecio y, aún hoy, cada vez que hago algún cambio en la página web que programé de forma completamente autodidacta, pienso en las cosas buenas que me ha aportado el bagaje de la ingeniería en lo que respecta a la capacidad de resolver problemas.

Ahora, cuando la tercera temporada de Ashtanga Yoga Bilbao inicia su andadura, recordamos el pasado con cariño, miramos hacia el futuro con ilusión y disfrutamos el presente.  Los días comienzan antes de las cuatro de la mañana, pero el timbre del despertador nos pone en marcha para hacer lo que más nos gusta: practicar y enseñar Ashtanga Yoga, nuestra pasión, vocación, misión y profesión, nuestro ikigai.  Gracias a todos los que nos habéis acompañado y... ¡nos vemos sobre la esterilla!