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martes, 1 de noviembre de 2016

Un cuento de otoño.

En un día como hoy en el que todos tenemos a seres queridos ausentes que recordar, quiero regalar a los lectores de este blog un relato sobre la vida y la muerte que sin duda invitará a la reflexión en este Día de los Difuntos.  Lo escribí hace mucho tiempo: en 1998, cuando contaba con dieciocho años.  Se trata, por tanto, de un relato adolescente, inmaduro e inexperto escrito en un momento de transición hacia la edad adulta, como bien se puede inferir de sus líneas.  Al recuperarlo casi veinte años después de su redacción y releerlo casi como si lo hubiese escrito otra persona, sólo cabe decir que me ha entretenido y emocionado. 

No hay duda de que derrocha originalidad pero, eso sí, advierto a los lectores de que la temática es un tanto escatológica y que el cuento puede resultar desagradable por momentos.  La literatura de terror gótico -E.A. Poe, H.P. Lovecraft, Stephen King- me fascinaba sobremanera y su tendencia a llevar a sus protagonistas a ambientes extremos, lúgubres, opresivos, influyó -e influye- en buena medida todos mis escritos de ficción.  De todos modos, tampoco les debió de parecer demasiado terrible a los miembros del jurado de la Universidad de Deusto, que en el año 2000 le otorgaron el primer premio al mejor relato corto en el IV Concurso Literario La Caja de Pandora.



Nací en una campiña de la pradera americana, a la orilla oeste del río Mississipi. Me llamaron Billy Evans y no por nada en especial. A mis padres simplemente les gustó el nombre.

Ellos son unos bellos ejemplares de coleópteros silvestres que se alimentan de los residuos del ganado. Confeccionan unas deliciosas pelotitas de estiércol que transportan rodando hasta su hogar. Por ello son comúnmente conocidos por el sobrenombre de escarabajos peloteros. Pero a mí no me gustan que me llamen así. Yo soy sólo una pequeña larva de piel blanca y músculos jugosos.

Del mundo exterior únicamente tengo referencias. Mis hermanos y yo hemos pasado nuestras cortas vidas dentro del húmedo agujero que nuestros padres abrieron en la tierra. Nuestros ojos cerrados y nuestros cuerpos desvalidos precisan todavía de toda la atención de nuestros progenitores.

Lo que hicieron por nosotros fue una verdadera muestra de amor. Hace unas semanas recibieron la llamada del instinto, y sintiendo cercana nuestra llegada se apresuraron a prepararnos un acogedor nido.

Era necesario un sustento alimenticio para que nuestros jóvenes organismos se pudieran desarrollar. Por eso fue una suerte que a pocos metros del hueco recién horadado un rollizo conejo gris se arrastrara víctima de una enfermedad infecciosa.

Mis padres, en armoniosa danza aprehendida por nuestra estirpe en milenios de evolución corrieron a colocarse entre el roedor y el suelo. Patas arriba y caparazón abajo. Andar bajo el animal agonizante les permitió empujarlo paso a paso hasta la boca del hoyo. Los forcejeos del conejo resultaron inútiles. Su enfermedad le mantenía inmovilizado y era incapaz de oponerse a los esfuerzos de unos generosos padres que actuaban movidos por el amor. 

Ya dentro de la madriguera prosiguió la tarea de acomodo. Unas larvas recién nacidas necesitan un lecho orgánico del que nutrirse. Siendo conscientes de la debilidad de nuestras mandíbulas, nuestros progenitores comenzaron a despojar al animal capturado de su capa de pelo. Era un trabajo penoso para el que sus fauces no estaban preparadas. Pese a las dificultades, uno tras otro fueron cayendo los mechones de un pelo duro como el alambre hasta dejar al descubierto el rosado tejido epitelial del mamífero.

A continuación venía la no menos difícil tarea de despellejar al roedor. Apoyándose en una pequeña incisión y con una lentitud inexorable, la piel desnuda fue rasgada de un extremo a otro. La lenta agonía del animal hasta su desangramiento era lo de menos ante una empresa de tal grandeza.


A partir de ese instante todo fue dejar actuar libremente a la Naturaleza. Las palabras que pueda utilizar una mísera larva resultan insignificantes a la hora de relatar el colosal prodigio que supone la unión copular entre dos scarabaeus viettei. Pero con una humildad que no pretende igualar en el más mínimo detalle a la realidad, lo intentaré:

En la humedad de la gruta dos cuerpos queratinosos se fundieron en una única forma. Las patas peludas de nuestro padre se aferraron a los caparazones laterales de mamá. Un hilo de baba, fruto del deseo, impregnaba el suelo a su alrededor. El escarabajo macho desplegó su apéndice reproductor. Los cuartos traseros de la hembra se alzaron para acoger el miembro masculino. Unos segundos más bastaron para consumar el acto en toda su maravilla.

El conejo postrado por el dolor que mostraba al aire su saco visceral fue el lecho sobre el que nuestra progenitora depositó los huevos. Varias decenas de óvulos fecundados entre uno de los cuales yo comenzaba a crecer.

Ya sólo cabía la espera. El milagro de la vida, el secreto de las generaciones, había tenido lugar. Un residuo infecto que es capaz de crear ya no sólo unas criaturas, sino de constituir un auténtico germen de eternidad.

Ahora me encuentro junto a mis hermanos. Hace dos días que el último de los huevos eclosionó. El que reina en lo Alto ha hecho posible que yo, una simple larva de scarabaeus, deje testimonio escrito de mis reflexiones a través de un humilde escribano humano al que presento mis sinceros saludos. Está bien que nos conozcamos unos a otros los hijos de un mismo Padre.

El pequeño Billy y sus músculos jugosos.

Yo soy una más entre las larvas que roen su corrupta cuna impulsadas por un hambre insaciable. Hoy es el octavo día desde mi venida al mundo. Mi cuerpo es todavía un inútil manojo de carne. Las patas de nuestros padres se elevan alrededor como torres, en todo momento atentas a los caprichos de sus crías. ¿Quién no encuentra en su ceguera el camino? ¿Quién necesita que en su parálisis le muevan el cuerpo? Ellos están ahí para nosotros y a cambio de nada. El amor de Dios se ha encarnado en nuestros progenitores. Unos escarabajos que entregan el cuerpo y la sangre legados por la Divinidad en forma de cariño y sustento necrófago.

Las cincuenta y siete larvas de la camada nadamos en un liquidillo fétido donde se esparcen pedazos de carne en descomposición. El esqueleto inmaculadamente limpio del que antaño fuera un roedor reposa sobre el océano de su propia gelatina. El olor es intenso, penetrante, cadavérico. En tres palabras; abre el apetito.

Devoro el último pedazo de carne viscosa y repto en busca de más alimento. Pero ya no queda nada. Percibo a lo lejos a mis hermanos disputarse los escasos pedazos restantes. No sé dónde dirigirme. Mis ojos apenas distinguen unas pocas sombras. Y mi boca pide más.

Los Evans, en plena faena.

La entrada de la gruta está siempre cerrada para que un repentino golpe de luz no dañe nuestros delicados órganos visuales. Papá entra de pronto empujando una enorme esfera hedionda. Nuestros ansiosos estómagos se retuercen suplicantes. Nuestro padre cierra tras de sí la abertura y a continuación madre se acerca.

Con sus fauces ha separado un trozo de la bola y se dispone a compartirlo con sus hijos. Les gusta tener un trato directo con la prole engendrada. Somos muchos, pero cada uno tiene su nombre y todos los días dedican algo de su tiempo a mimarnos.

Mamá arrima a mi boca el excremento apretujado. Se lo arrebato de sus pinzas bucales y lo devoro con avidez. En mi apresurada deglución tengo tiempo de percibir el sabor y la suave textura del amasijo de estiércol. En unos segundos soy capaz de distinguir su composición y procedencia. Tras un fondo bacteriano cuyo gas metano embriaga me es posible saborear la dieta seguida por el animal en cuestión. Mi madre extrae de la masa otro pedazo de hez. Éste es más grande y ella lo sujeta con sus pinzas para que yo lo vaya ingiriendo bocado a bocado. Mi primitivo cerebro descompone los sabores y los aromas con inaudita habilidad.

Un excremento formado por muchos. De diferentes animales que sin pretenderlo han realizado una rica aportación mucho más que intestinal. Y mi paladar puede leer de todos ellos un significado. Son sabores que me cuentan historias de lo cotidiano, de seres que han luchado y vivido por los suyos, de diferentes maneras pero bajo un mismo denominador común; el amor. Veo a una vaca paciendo en un soleado prado salpicado de margaritas. A una grácil ternerilla brincando a su alrededor y alimentándose de su leche. Veo a un halcón de adusta mirada sobre ese mismo prado lanzarse a la caza de una perdiz para nutrir a sus crías. Todos esos momentos están resumidos aquí, entre mis pequeñas mandíbulas. Noto el sabor de la clorofila, de la celulosa verde mezclada con los jugos gástricos y la saliva del rumiante. Percibo el delicado roce de la leche materna en la garganta de la ternera y de los tropezones de carne de perdiz regurgitados en el pico de los pequeños halcones. Siento esos detalles, consecuencias claras de un amor gratuito, y me impregno hasta lo más hondo de toda su maravilla.

La infancia de cualquier ser vivo supone un punto de referencia para el resto de su vida. Los recién nacidos de toda especie reciben en su inicio vital unas enseñanzas que marcan su desarrollo y conducta futuros. Viven como han aprendido. Si cultivan odio, recogerán maldad; si por el contrario le son enseñados sentimientos virtuosos, su sendero será generoso y pleno de bondad.

Hoy es para mí un día muy especial. Acabo de recibir mi Bautismo. El estigma del Reino acaba de entrar en mí. Una sagrada Primera Comunión en la que mis padres han tomado el papel de sacerdotes de una Religión basada en el amor puro. Mi bautismo coprófago. 

A partir de este momento sólo puedo empeorar. Mi grado de perfección es tal que el simple hecho de saber que hay muchos más días por delante me asusta. Quisiera que este momento se eternizara por siempre jamás. Un mundo joven, en el que la ilusión propia de la niñez rige los comportamientos, es un mundo perfecto. No, queridos lectores, no os llevéis las manos a la cabeza. No tachéis de demagoga a esta pobre larva que ni siquiera ha visto aún la luz del día. Las utopías existen, y si no son practicables debido al egoísmo y apatía imperantes, dejadme al menos que sueñe.

Al compás de la música que yo he elegido.


Las cosas buenas poco duran, se dice. Y así sucede. El siguiente bocado me sabe amargo como la tristeza. 

Veo un ave solitaria. Revolotea sobre un florido prado y busca con honda desesperación a su joven mochuelo. Es una llamada agónica sin respuesta. Un piar, a otros oídos, incluso hermoso. Nadie lo comprende. Nadie le observa. A nadie le importa. Pero la perdiz llora. 

Veo a un campesino humano arrodillado en el lecho de agonía de su hembra. Un total de ocho crías de su misma especie le rodean. Las lágrimas derramadas son más que nada por ellos, y es que llueve sobre mojado. La cosecha del año además de mala ha sido empeorada hasta la extenuación por una incontrolable plaga de conejos voraces. Y el invierno está cerca. Sus hijos deben comer por encima de todo. Un golpe de vista a través de la ventana le muestra su finca. Un lindo terreno plagado de margaritas cuya belleza no puede apreciar en estos momentos. También llora por Ruperta, su vaca, y por la alegre ternera recién nacida que aún no tiene nombre y que salta al otro lado de la ventana. Ellos serán los primeros en ser sacrificados.

Y también veo a un conejo, lastimero de dolor, que ha sido arrastrado a un hoyo desconocido. Siete gazapos en una madriguera similar se acurrucan expectantes. Como el de tantas otras crías inocentes, sus estómagos aguardan la vuelta de su padre con un nuevo cargamento de hortalizas. Un padre que no volverá. A medida que pasa el tiempo, y a su manera, ellos también lloran. 

Son excrementos secos, salidos de unos rectos constreñidos de angustia. Ingiero esa amargura al igual que poco antes he ingerido la alegría del vivir. Es un contraste injusto, desequilibrado. Como la balanza en la que un extremo asciende porque el otro cae.

Acabo de aprender una de las mayores lecciones de la vida. La supervivencia, y hablo no ya de bienestar intrascendente, sino de un vivir o morir, acarrea inevitables desgracias paralelas. Si nos paramos a pensar cómo hemos modificado el entorno hasta alcanzar nuestro estado actual, veremos que detrás de nuestros éxitos nos persigue una cadena de tragedias. Si yo estoy aquí es a costa del conejo que ha sobrevivido gracias a la cosecha del hombre que a su vez intentará salir adelante haciendo uso de la vida de su vaca. Todo aquello por lo que hemos luchado está pendiente de un hilo tirante. La congoja reside latente esperando cebarse en su próxima víctima. En cualquier momento salta traicionera. A veces implacable y otras sutil. La perdiz volará en busca de su cría hasta el infinito sin encontrar respuesta. Un silencio peor incluso que la realidad. Caras distintas pero siempre cruel.

Es imposible quitarme de encima el sentimiento de culpa. Yo formo parte del bando vencedor en esta carrera de atropello. Para los perdedores ni siquiera queda la súplica. En verdad hubiera preferido la ignorancia, ingenua e irresponsable pero dulce en su silencio.

Muchos me darían su explicación facilona. No es culpa tuya. Así es nuestro mundo. Así está construído. No te debes preocupar. Una y otra vez me lo repito. Pero una y otra vez mi desconsuelo no se apaga. 

De momento y por este día, no me queda nada por hacer. Rechazo los últimos pedazos de estiércol y me dejo llevar por el placer olvidadizo del sueño.


Hola, aquí estoy de nuevo.

Hoy es mi duodécimo día de vida. Ha habido unos cuantos cambios a nuestro alrededor.

Algunos de mis hermanos, los más mayores, han comenzado a andar. Les han crecido unas pequeñas patitas articuladas y sobre ellas son capaces de caminar con soltura. Nuestros padres les ayudan e incluso un par de ellos han atrevido a asomarse por vez primera al exterior.

Una intensa luz cae sobre la madriguera abierta en esta mañana de otoño. La noche ha dejado restos de rocío en la hierba circundante. Una de mis larvas hermanas corretea fuera con su recién estrenada capa queratinosa formando parte del bello cuadro. Marrón escarabajo sobre verde húmedo. Muchos seguimos atentos el alegre atrevimiento de nuestro hermano. De vez en cuando el reflejo del sol en las gotas me golpea y debo apartar el rostro.

En este momento me doy cuenta de algo que se me hace raro. ¿Cómo puedo percibir todo esto? Oh, dios mío... ¡mis ojos están abiertos!

Billy Evans estrena patitas.

Los días transcurren. Mi evolución prosigue imparable. En lo que parece ser la base de mi tronco han aflorado unos muñones sobre los que mi cuerpo puede algo más que apoyarse. Unas pocas capas de un tejido duro se extienden por mi piel. Sigo siendo blanco a través de mi coraza transparente, pero ya no me distingo por mis músculos jugosos.

Mi padre empuja otra de sus pelotas de estiércol dentro de la gruta. En una rutina que nunca pierde ternura, los dos progenitores vuelven a separar en pedazos el gran excremento para repartirlo entre su prole.

Es el momento de lo que finalmente he querido nombrar como la Comunión de Dios en amor con nuestros padres. Una costumbre que día tras día me revivifica y me une a la Divinidad a través de los residuos de sus hijos. ¿Qué sería de nosotros sin las tradiciones? Todas las especies llevan a cabo prácticas que a otras se les pueden antojar extravagantes. Cuando lo que realmente vale es el simbolismo y la buena intención. No tiene porqué ser mejor un mundo supuestamente civilizado en el que el cinismo y la vanidad son los verdaderos reyes. La mierda que aquí comemos nos nutre. Su materia enriquecedora alimenta los campos y proporciona la simiente de la que brotan innumerables y magníficas formas de vida. 

Eso es, en realidad nos nutrimos de VIDA, una palabra mucho más apropiada para calificar nuestro alimento que todos los términos peyorativos que utilizáis. Tú, humano que lees estas líneas sintiendo profundo asco, escúchame. He aprendido mucho de ti a través de tus desechos orgánicos. No lo sabes, pero mi agujero está a pocos kilómetros de tu casa, cerca de una red de saneamiento que tu estirpe malinstaló y que por un escape filtra escoria. He probado durante días tu sustancia interna y ahora te voy a hablar de ti. De lo que me has enseñado y de mis conclusiones: 

Crees disfrutar de una situación de privilegio. Vives en un mundo que gente extraña ha intentado hacerlo justo sin tenerte en cuenta. Pero sabes perfectamente que aquel que con buenas palabras te ofrece ayuda sólo quiere ser tu amo. ¿Cuántas veces has sentido el amor sincero del que yo a diario me enriquezco? Ni te acuerdas. Nadas en un mar de hipocresía en el que se premia al más pícaro. Tras esto, dime, ¿qué es lo que merece ser llamado mierda? Estás sumergido en ella hasta el punto de haber renunciado a plantearte que las cosas no tienen porqué ser así. Si te codeas con monstruos, acabarás convertido en uno de ellos. No creas que la mía es una existencia caótica y, ante todo, no me desprecies. Aún está por ver quién es el que tiene que aprender del otro. 

Y recuérdalo, tus Imperios y grandilocuentes obras acabarán reducidas a la nada. Tu cuerpo tan cuidadosamente mimado a costa del sufrimiento y desprecio a tus semejantes retornará pronto o tarde al lugar de donde procede; la tierra. Y siempre habrá ahí un escarabajo pelotero que hará de tu carne el lecho sobre el que depositar sus huevos. 

Tras esta crítica que espero no te haya herido en exceso y sí invitado a la reflexión, prosigo mi narración de la ceremonia coprófaga.

Mis padres van acercando los trozos de la bola a sus crías como viene siendo habitual. Los pequeñuelos devoran el excremento y ellos les ayudan con sus patas peludas. Mas a medida que el tiempo transcurre, observo que esta vez no es como siempre. A mis hermanos mayores, aquellos con miembros desarrollados que ya pueden desplazarse con libertad, no les ofrecen nada. Caminan a su lado y pasan de largo como si no les reconociesen.

Siempre hay que pensar en positivo. Quizás haya sido un descuido o una lapsus momentáneo. No puedo ni deseo creer otra cosa. Pero los días van cayendo y una y otra vez vuelve a ocurrir igual.

Hasta que una mañana, de pronto, dejo de ver a mis hermanos mayores. Una parte de la camada ha abandonado el nido. No queda ni rastro de ellos. Ni dentro ni fuera. ¿Qué ha pasado? Mis padres se siguen comportando de la misma forma. En verdad parece que nada ha ocurrido. ¿Seré el único que se ha dado cuenta?

De repente, ahí lo veo. Otra de las larvas desarrolladas, llamémosla con mayor propiedad escarabajo joven, harto por haber estado día y medio sin recibir alimento, enfila la salida. Sólo entonces comprendo. 

Ésta es otra de las lecciones que en mi corta existencia he aprendido. La inocencia y candidez de la infancia están condenadas al pozo del recuerdo. En este periodo de nuestra vida es cuando tenemos una relación más estrecha y cercana a los gustos del Creador. Nacemos perfectos, procedentes de un mundo mejor donde los cuerpos no existen. Yo únicamente he recibido y conocido el amor del Padre a través de mis progenitores. Mis sentimientos nobles no han tenido nunca la intención de herir. De hecho no he conocido el sufrimiento hasta mi primer contacto con el exterior. Hasta ahora y desde mi niñez he permanecido ligado a ese pasado puro genuino de Dios. 

Sin embargo para mis hermanos este estado de gracia ha acabado. Son ya escarabajos adultos que se pueden valer por sí mismos, buscarse el sustento y crear su propia prole. Nuestros padres así lo han entendido y les han privado de un alimento que pueden ir a buscar sin mayor problema. Inconscientemente han cortado de raíz su papel de sacerdotes y han eliminado a la comunión de toda carga espiritual. A partir de ese momento sus hijos buscarán estiércol sólo para subsistir y no como forma de recibir el amor de Dios.

Aplícatelo también a ti, humano lector. Debes saber que tu alma en sus inicios viene cargada de virtudes. Fíjate en tus pequeños y atrévete a contradecirme. Tu raza nace plena de una gran bondad que, al igual que la mía y todas las demás, está condenada a la perversión derivada de las necesidades de la carne.  

Mi hermano atraviesa la puerta. Un mundo desconocido le espera por delante. Se detiene unos instantes, mira a ambos lados y prosigue su camino. Da la espalda a la madriguera donde ha nacido para no volver jamás.

A trompicones avanza entre las hierbas y por encima de alguna piedra. Casi lo he perdido de vista. Pero de pronto, ocultando parcialmente el sol, un objeto se acerca recortándose en el cielo. Es un ave, para mayores señas una perdiz. Y parece que ha visto algo interesante.


Sin aterrizar, vuela a poca distancia del suelo y atrapa con su pico a mi pobre hermano. El escarabajo se parte en dos en un sordo crujido y la perdiz sin cría calma momentáneamente su pena con el dulce bocado que representa ese coleóptero tan bien alimentado.

La escena no merece comentario alguno. Los sentimientos se reúnen en una única y potente descarga de frustración.

Creo que mi sabiduría espiritual me ha hecho ver demasiado. A través de los excrementos pestilentes de tan grande multitud de criaturas he accedido a un mundo que debía permanecer oculto. 

La ignorancia es un gran aliado en estos casos. ¿Cuántos se habrían echado atrás al saber lo que el futuro les deparaba? La vida me ha dado la bienvenida de una forma magnífica. Sin embargo he descubierto, no sé si para mi gracia o para mi desdicha, que aquello sólo era una sonrisa burlona. Un universo de perdición y maldad me aguarda detrás dispuesto a engullirme en su trituradora.

Mi destino parece cierto. Somos una especie de presas. Una insignificancia absolutamente prescindible en todo este engranaje. Pero no estoy dispuesto a cargar a ningún depredador con el peso de mi muerte. Tampoco deseo saborear el resto de mi vida desgracias que me hagan sentir implicado e impotente.

Lo único que me hace sentir bien es que me haya dado cuenta de todo ello tan pronto. Cuando todavía es posible una solución alternativa.

Es, por tanto, la hora del cambio.


Hoy ha comenzado mi contrarreforma. La evolución que tan imparable parecía va a dejar de serlo. Tal vez pueda parecer un sacrificio muy grande, pero el dolor será olvidado en aras de la búsqueda del amor eterno.

Me valgo de una de mis patas. La primera de la derecha contando por delante. Posiblemente la que se encuentra más fuerte y desarrollada.

En ocasiones uso a ésta como palanca, en otras me retuerzo entero hasta acertar con mis mandíbulas. Mis cinco extremidades son fracturadas y retorcidas desde la base. Las de atrás del todo son las que más trabajo me dan. Debo buscar auxilio en una piedra angulosa que sirve de tosca herramienta. Al final, y acompañadas por un reguerillo de sangre negruzca, mis dos patas anteriores son cercenadas.

Creo que he hecho bien mutilándolas a ellas primero. El resto de mis miembros caen con mucha mayor facilidad tras semejante entrenamiento. Están cerca de mi boca, que es certera y gracias al cielo, rápida. Por cierto, una boca cuyas mandíbulas, quizás debería decir que sorprendentemente, no cesan de salivar.  

Mi piel endurecida supone otro grave obstáculo. Lo peor no reside en su dureza, sino en el hecho de que está firmemente pegada a los músculos carnosos sobre los que ha crecido. Cada tirón me desgarra los tejidos y el sufrimiento se vuelve inaudito. Pero el proceso debe seguir adelante. Aprieto mis mandíbulas y pienso en todo lo que estoy ganando con este acto.

Al final mi cuerpo se convierte en una enorme costra sanguinolenta en la que cada cierto espacio se esparcen pegotes de proteína rígida que no he acertado a despegar. La sangre coagulada ha cerrado la multitud de heridas que no obstante no cesan de escocer. La notable pérdida de hemoglobina se refleja en una gran mancha oscura que se expande a mi alrededor. Mi cuerpo pide ansiosamente alimento con que reponer la carencia de energía. A pesar de todo una gran sensación de jolgorio me inunda.

Mi objetivo se ha cumplido. Vuelvo a ser un inválido pedazo de carne. Es lo más parecido a una niñez eterna. Un estado de amor e inocencia que se prolongará sin límite. 


Los días pasan. En el agujero de los Evans tres criaturas permanecen activas. Cincuenta y seis nuevos escarabajos partieron jornadas atrás hacia su emancipación, desligándose de la protección de sus progenitores y con diferente fortuna. Pero sobre el suelo de su nido abandonado un saco de músculos despellejado reposa todavía. Un saco en el que una sola pata peluda destaca grotescamente. 

Prolongo artificialmente este estado de circunstancias durante las largas semanas del fin de otoño. Mi maldita naturaleza posee la capacidad de regenerarse, y cada cierto tiempo debo actualizar mis muñones y eliminar mi persistente capa de coraza. Me doy cuenta de que en realidad no necesito dos ojos. Dudo entre cuál escoger y finalmente arranco el que está en el lado opuesto a mi pata superviviente. Su sabor no me resulta del todo desagradable.

Me siento feliz. La que recibo es una constante y desesperada atención. Los dos sacerdotes de Dios están a mi entera disposición día y noche. Siguen alimentándome con frenesí y mimando mi desvencijado organismo como si me tratase de una larva más. Mejor dicho de su única larva.

El invierno llega con toda su furia. Coge completamente desprevenidos a unos padres cuyo instinto paternal ha primado sobre el de su propia supervivencia. El frío convierte sus salidas en arriesgadas incursiones y el espeso manto de la nieve cubre en poco tiempo la despensa de los prados cubiertos de heces. Con unas pocas reservas acumuladas, el futuro se presenta incierto.

La gran parte de los alimentos los dejan para mí. Para su larva de cuerpo infantil que sin embargo devora con estómago de adulto. Su amor hacia mi ser es tan fuerte que finalmente renuncian a la búsqueda de alimento para acurrucarse a mi alrededor proporcionándome calor. 

Son auténticos momentos de dicha. Durante incontables horas permanecemos así, con las patas de papá y mamá enroscadas en torno a mí en un tierno abrazo.

En unos días sus cuerpos caen inertes víctimas de la inanición. En todo este tiempo no han hecho una sola queja ni pronunciado el más leve lamento. Han realizado un último sacrificio motivado por el amor que les ha otorgado, sin duda alguna, la gracia del Creador.

Estoy solo. A pesar de todo mi alegría no disminuye. Ha merecido la pena este periodo de pureza. Sé que el piadoso engaño ha sido necesario y que ellos no me lo van a reprochar cuando de nuevo coincidamos. Prolongar la Comunión de espíritu nos ha rejuvenecido a todos por dentro y por fuera. 

El amor ha sido nuestro único sacramento y esto es algo de lo que nunca me arrepentiré.

Contemplo a mis empurecidos progenitores y prosigo con lo que para mí es ya un deber.


Mi única pata delantera hará su última buena obra. 

Abrirse paso a través de mi encostrada piel sin queratina no supone un gran esfuerzo. Los tejidos que cubren mi encéfalo son fácilmente separados. El dolor vuelve a ser lo de menos. 

Finalmente palpo las membranas externas de mi propio cerebro. Siento el poder de la vida entre mis manos y me regocijo por haber podido escoger mi destino una vez más.

Unos cuantos golpes son suficientes. El blando órgano no tarda en desparramarse por los bordes de la incisión abierta. Mi mente consciente se desconecta y caigo postrado por el beso de la muerte que, gracias a la demostración de amor de mis padres, se convierte en una dulce caricia.



Noto mi alma ascender. Mi yo incorpóreo atraviesa la tierra y se encamina hacia los cielos. 

Otros seres suben junto a mí. Sus formas difuminadas no presentan materia que nos diferencie. De repente siento cómo una cálida presencia me arropa. Mis padres me acompañan en la Ascensión.

Dejo atrás una existencia injusta y viajo hacia un mundo de igualdad en el que escarabajos, conejos, perdices y humanos viven en concordia.


Un mundo mejor sin distinciones de especies ni luchas por la supervivencia.


Un mundo mejor que todos merecemos. 


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