viernes, 9 de octubre de 2020

Reflexiones coronavíricas.

El ave fénix resurge de sus cenizas.

Pues lo hemos cogido.  Las autoridades sanitarias lo saben, los estudiantes de Ashtanga Yoga Bilbao ya lo saben, nuestros familiares y amigos ya lo saben y a partir de ahora también lo saben los lectores del blog.  El lunes 28 de septiembre a Nines le aparecieron unos sarpullidos que cubrían buena parte de su espalda y piernas.  Eran unas erupciones similares a las que provocan ciertas alergias alimentarias, pero leímos que se encuadraban dentro de la sintomatología de COVID-19 y llamamos a Osakidetza.  Desde ese mismo momento quedamos en cuarentena.  La prueba PCR de Nines arrojó un resultado positivo y, dos días después la mía también.  ¡Tenemos el coronavirus!

Una semana después, puedo afirmar que nos contamos entre los casos con síntomas leves.  Salvo algún que otro esporádico episodio de dolor de cabeza, no hemos detectado nada de lo que preocuparse.  Las personas de Osakidetza, médicos y enfermeros, que han estado en contacto con nosotros, nos pedían que estuviéramos atentos por si presentábamos dificultad a la hora de respirar.  Han sido días de frío y en casa no han encendido la calefacción central, por lo que ha habido estornudos y toses pero nada de lo que alarmarse.  Para nosotros no ha alcanzado siquiera la categoría de simple resfriado, y al tercer día de encierro incluso le desaparecieron a Nines los sarpullidos.

Me imagino que este es el problema del virus: la facilidad que tiene para pasar desapercibido en algunos casos saltando así con facilidad de persona en persona hasta que finalmente golpea a alguien con dureza.  Si no fuera por la situación que está atravesando el mundo, nuestra experiencia personal nos habría llevado a pensar que se trata de un virus de risa, totalmente inofensivo.  En los últimos años recuerdo haber tenido algún resfriado que me dejó doblado durante una semana entera sin poder moverme ni apenas practicar.  En el caso del coronavirus, en cambio, aunque sí que haya sentido algunas leves molestias, en realidad no me he visto impedido en nada.  

Una máxima ha dominado mi compromiso con la práctica de Ashtanga Yoga durante estos últimos quince años: si estoy lo suficientemente bien como para ir a trabajar, entonces estoy lo suficientemente bien como para practicar.  Durante mi estancia en Madrid ello me llevaba a no buscar excusas en la pereza y hacer callar esa vocecita que de cuando en cuando susurraba al oído que me tomase un descanso: ¿Has estado ocho horas sentado en tu oficina?  ¿Sí?  Pues entonces ahora te toca esterilla.  En todos estos años, tan sólo recuerdo haberme saltado días de práctica cuando estuve de baja alrededor de un mes por apendicitis a comienzos del 2008, cuando estuve de baja tres días por una infección de garganta en el 2010 y cuando estuve de baja una semana cuando me hice un esguince de tobillo tras pisar un socavón en la carretera en el 2013.  Ahora con el coronavirus estoy de baja de nuevo.  La seguridad social me ha tramitado una baja no sé si por enfermedad o por accidente.  Y sin embargo, a pesar de no he podido ir a trabajar y de que en teoría en mi interior ha debido de estar proliferando un virus letal que ha ocasionado una pandemia global y matado a cientos de miles de personas, me he sentido lo suficientemente bien como para no dejar de practicar un solo día.  Ni siquiera el día de descanso semanal de rigor.  Estoy todo el día en casa así que, ¿para qué descansar el domingo?

Este periodo de encierro me ha traído recuerdos amargos de los largos meses de confinamiento durante la pasada primavera.  La sensación es mucho más dulce porque parece claro que nuestra integridad personal no se va a ver amenazada y porque somos conscientes de que a finales de esta semana ya habrá terminado.  Diez días de encierro, de sacrificio personal por el bien de la sociedad se pueden sobrellevar con relativa facilidad.  Sin duda, mucho mejor que los tropocientos días de arresto domiciliario que tuvimos que tragarnos entre marzo y junio y que resultaron completamente insoportables.  Lo peor es que, por hache o por be, por la falta de previsión de los políticos, por la irresponsabilidad de los ciudadanos o por lo incontenible que se ha revelado el virus, ahora mismo la sociedad se encuentra en una situación muy similar a la de hace seis meses.

Aunque desde el punto de vista sanitario aún no se pueda hablar de colapso, lo cierto es que las sensaciones que se respiran son muy desagradables.  La sociedad funciona a medio gas, con el culo apretado y temiéndose que en cualquier momento todo pueda venirse abajo. Ahora más que nunca está presente el miedo.  Miedo a la enfermedad.  Miedo a la ruina económica.  Miedo al colapso social.  Pero también miedo a cruzarte con gente por la calle, a entrar en el supermercado, a cenar en un restaurante, a acudir al gimnasio o a clase de yoga, a saludar a tu vecino en el portal, a estrechar la mano de tu compañero de trabajo, a besar a tu madre y a tus hijos.  Miedo a no saber si seremos víctimas o verdugos, si acabaremos contagiados con un tubo metido en la garganta o si enviaremos a algún otro al hospital.  Las relaciones interpersonales se han descompuesto y la incertidumbre respecto a lo que depara el futuro nos atenaza a todos.  

El miedo es el padre de las fatalidades.  Por miedo los seres humanos hemos hecho cosas que nunca creeríamos posible de nosotros mismos: hemos robado, hemos asesinado y nos hemos comportado como bestias.  Por miedo naciones enteras han ido a la guerra.  El miedo es un instinto atávico que desempeñó un papel fundamental en nuestra supervivencia durante el proceso evolutivo.  Los seres humanos primigenios que sentían miedo ante las amenazas tenían más probabilidades de sobrevivir que los temerarios que ignoraban las señales de peligro de la naturaleza.  Sin embargo, el miedo tiene también un componente irracional que nos aboca a situaciones de estrés innecesarias y que demasiado a menudo se convierte en el rector de nuestras acciones.  Echad un vistazo si no a la televisión durante estos días.  Ojead un periódico.  El miedo se palpa por todos lados.  El miedo se esgrime como una arma arrojadiza contra el rostro del rival.



Se dice que el Buda, iluminado ya, caminaba tranquilo por el campo, cuando de repente entre los arbustos apareció una serpiente.  Instintivamente, el Buda se sobresaltó y trató de protegerse.  Resultaba que el Buda, aunque hubiera logrado superar las ataduras del deseo, aún tenía miedo a la muerte.

Una de las tareas más difíciles que el estudioso de los Yoga Sutras tendría ante sí sería la de destacar un sutra por encima de los demás.  Tal es la relevancia del maravilloso compendio de sabiduría que legó Patanjali.  No osaré cometer yo semejante imprudencia, aunque en el día de hoy sí que me voy a referir a uno que siempre he tenido muy presente y al que menciono en numerosas ocasiones: el 2.3, en el que el sabio cita los kleshas, los venenos, las cinco causas del sufrimiento humano:


2.3
अविद्यास्मितारागद्वेषाभिनिवेशाः पञ्च क्लेशाः॥३॥
Avidyāsmitā rāga dveṣābhiniveśāḥ pañca kleśāḥ||3||
La ignorancia (avidyā, ausencia de realidad en la conciencia), el egoísmo (asmitā), la atracción (rāga) y la repulsión (dvesha) por los objetos, y un aferramiento desmesurado (abhinivesha) (por la vida) son las cinco grandes aflicciones (kleshās).

La ignorancia, avidyā, es el primero de los venenos y del cual surgen los demás.  La ignorancia nos lleva a creer que somos la carcasa externa que hemos creado y que nuestra felicidad depende de que logremos satisfacer sus pasiones.  Pero el miedo a la muerte (o el apego a la vida) es el último en desaparecer, tal y como evidenció el propio Buda.  Y de hecho, si nos fijamos bien, el miedo está presente en todos los demás.  El miedo brota de la ignorancia.  El miedo aparece cuando nuestro ego se ve amenazado, cuando algo o alguien ataca el disfraz de convicciones que nos cubre.  El miedo hace acto de presencia también cuando no conseguimos algo que nos gusta, o bien cuando algo que nos provoca rechazo se acerca a nosotros.  Del miedo se alimentan la ira, la envidia, la codicia, el orgullo y también la propia ignorancia y el deseo. 

Ninguno estamos libres de miedo.  Si ni siquiera el mismo Buda logró deshacerse de él, ¿cómo podemos nosotros aspirar a desterrarlo de nuestras vidas?  En Ashtanga Yoga Bilbao nosotros también vivimos el miedo.  Tras más de dos meses cerrados de marzo a mayo, ¿volverán los alumnos?  ¿Será viable la escuela en la crisis del coronavirus?  ¿Podremos pagar las facturas?  ¿Podremos comer?  Y ahora que hemos tenido que cerrar durante casi dos semanas, ¿la gente se atreverá a regresar?  ¿Habremos contagiado a alguien?  ¿Llenaremos las clases?  ¿Se apuntará gente nueva al curso de iniciación?  ¿Nos confinará el gobierno otra vez?  ¿Cerrará gimnasios y escuelas de yoga?  ¿Regresaremos a Mysore algún día? 

Haya o no haya coronavirus, el miedo, la incertidumbre, la falta de seguridad, siempre estarán allí en mil y un formas.  Pretender luchar contra ello es inútil, por no decir ingenuo.  En la vida pocos pasos se pueden dar con la certeza de estar acertando y no incurriendo en ningún riesgo.  Y por lo general no hay segundas oportunidades: algunos trenes sólo pasan una vez y en un instante tienes que decidir si subirte a él o dejarlo pasar.  Un instante para decidir y toda una vida para preguntarte qué habría pasado si hubieras escogido el otro camino.

Los que llevamos un tiempo en esto del yoga sabemos que nuestra práctica encuentra su verdadero propósito precisamente en esta clase de situaciones.  En los próximos días se cumplirán quince años desde que conocí Ashtanga Yoga y empecé a practicarlo.  Si tuviera que destacar un solo motivo que explique que haya mantenido una práctica consistente durante tanto tiempo, sería éste: porque me hace sentir bien.  En primer lugar, me hace sentir bien físicamente.  Cuando termino de practicar me siento más lleno de energía, más vital, más suelto, más contento.  Es una percepción subjetiva pero también un dato objetivo: la práctica me ha mejorado físicamente en estos quince años porque ahora con cuarenta y un años mi cuerpo me permite hacer cosas que con veintiséis años ni me imaginaba que serían posibles.  Pero también, me hace sentir bien en el plano de las emociones.

Seguramente me cuente entre las personas más racionales que has conocido.  Soy puro intelecto, pura lógica, pura razón.  Disfruto absorbiendo información, bien sea histórica, científica, filosófica o tecnológica.  Me gusta analizar y recrearme en el ordenamiento cuadriculado de las cosas.  Para que te hagas una idea, cuando me cuesta dormir me relaja repasar mentalmente la formación de una legión romana tras las reformas marianas.  Para mí es como contar ovejitas.   

Esta clase de mentes vienen muy bien para algunas cosas pero no tanto para otras.  Muy a mi pesar, muchos de los aspectos en la vida del ser humano no pueden ser objeto de un riguroso análisis y resolverse a través de la lógica.  Sobre todo en el caso de las relaciones humanas, aunque también en numerosas otras situaciones, lo que acontece es el resultado de una gran cantidad de factores y agentes muchos de los cuales resulta imposible tener bajo control.  Esta situación que estamos viviendo ahora mismo es un claro ejemplo.  Al comienzo de la semana del 29 de septiembre estaba preocupado tratando de cuadrar a todos los estudiantes dentro de los turnos de clases que habíamos establecido, considerando si abrir o no abrir el turno adicional de las 17:00 y al mismo tiempo preparándome mentalmente para un nuevo curso de iniciación que se iba a celebrar en el fin de semana del 3/4 de octubre y que ya estaba completo.

Cada detalle iba encajándose a la perfección cuando, de pronto, nos cayó encima la losa del coronavirus.  Todos los planes al traste; ni clases ni curso, la perspectiva de tener que enfrentarnos a una enfermedad que en no pocos casos se ha revelado mortal y la duda de si habremos contagiado a alguien en el proceso.  Nuestro querido Tomás Zorzo lo expresó en cierta ocasión con estas palabras magistrales: "Crees que tú estás viviendo la vida, pero en realidad es la vida la que te vive a ti." 

¿Y cómo encaja semejante contrariedad una mente tan cuadriculada?  Pues curiosamente, muy bien.  El riesgo a nuestra salud, la frustración ante la inactividad y el previsible palo económico están ahí, pero lo cierto es que el estrés, la ansiedad o el miedo, no han llegado a hacer mella.  Estos días están siendo algo parecido a unas vacaciones.  Nines confinada en su habitación y yo en la mía, nos hemos reunido en el pasillo para jugar al parchís con mascarilla.  Entretanto, he estado practicando, jugando con el gato, viendo películas, escribiendo y solazándome.  La enfermedad progresaba levemente e iba dejando sus señales: dolor de cabeza, alguna que otra tos, un estornudo... al cabo de unos días se diluyó hasta el cero absoluto y ahora nos encontramos ya al final de la segunda semana y en un tris de regresar a la -nueva. normalidad. 

Realmente siento que detrás de esta reacción se encuentra el bagaje de quince años de práctica de yoga.  Podría llegar a pensarse que la práctica de Ashtanga Yoga sostenida durante un largo periodo de tiempo tan sólo contribuye a convertir a la persona en cuestión en un gimnasta/acróbata/contorsionista más o menos avezado, aunque desde mi punto de vista eso sería una manera terriblemente parcial de entender este método.  Trabajamos con el cuerpo, sí, trabajamos con la musculatura y la tonificamos y la flexibilizamos.  Muchas de las posturas pretenden también estimular la depuración de los órganos mediante su compresión, su estiramiento, su relajación y la sudoración.  Podría ser objeto de debate si esta terapia de los órganos mediante la ejecución de asanas resulta realmente efectiva.  En cambio, lo que no creo se pueda discutir es que en el centro de toda esta coreografía física se encuentra la respiración y que este trabajo con la respiración es el que eleva la práctica de Ashtanga Yoga más allá del plano puramente físico.  Podría alargarme aquí hasta la extenuación, pero no creo que haga falta.  Un sinfín de tradiciones en todo el mundo durante miles de años han identificado el trabajo sobre la respiración como un aspecto crucial a la hora de modificar los estados de la mente humana.  No entendemos todavía bien los mecanismos que lo hacen posible, pero lo saben los budistas, lo saben los yoguis y lo saben también los psicólogos modernos, quienes en pleno siglo veintiuno están redescubriendo el trabajo con la respiración, reempaquetada con la etiqueta de mindfulness y prescribiéndosela a sus pacientes azotados por el estrés, la angustia y la depresión.

La práctica de Ashtanga Yoga es muy poderosa.  Muy mal tiene que estar haciéndola uno para que la mantenga durante un periodo de meses o años sin sentir repercusiones.  Las fotos que retratan la práctica física no recogen que cada movimiento se ha realizado sobre una respiración, que la mirada se ha dirigido a puntos concretos, que el tacto se ha situado en partes específicas del cuerpo, que toda la rutina estaba integrada en el interior del practicante, quien no requería de ningún póster ni ninguna guía externa.  Ha sido un ejercicio de atención presente llevado a cabo durante alrededor de hora y media, un entrenamiento para la mente que sostenido en el tiempo difícilmente pasará desapercibido.

Las consecuencias a largo plazo llegan a nivel mental.  Quizás en el futuro la neurología halle respuestas concretas; por el momento tan sólo cabe hablar de las "sensaciones" que tenemos los practicantes, la gente que ha incorporado el yoga a su vida y que, no sabe muy bien cómo, se siente más feliz, menos ansiosa, más positiva, menos desquiciada o más creativa.  Mi impresión es que, de forma paralela a la práctica externa, lo interno también se está viendo modificado.  Es como si en el cerebro se hubieran establecido nuevas conexiones neuronales que, por un lado, te permiten resolver problemáticas puramente físicas, intuir dónde se encuentra cierta parte de tu cuerpo sin tener que mirarla, familiarizarte con las sensaciones que te llevan a resolver una postura de la manera correcta, conocer cuáles son tus límites y discernir si puedes llegar más lejos o si mejor ese día debes aflojar y, por el otro, alteran ciertos hábitos de comportamiento que nos vienen de serie y que, al calor del yoga, se matizan.

Si el Buda no logró librarse del miedo a la muerte, tengo serias dudas de que ninguno de nosotros logremos librarnos del miedo por completo.  Lo que sí creo que puede lograrse mediante el yoga es suavizar la "letalidad" de los cinco venenos.  Practica yoga y no lograrás erradicar por completo el deseo, aunque quizás si logres que, cuando no alcances tus objetivos o cuando lo que te agrada se aleje de ti, tal vez no te sientas tan abatido como te habrías sentido en otro momento.  Practica yoga y no desaparecerá de ti la aversión.  Pero tal vez, cuando te encuentres de frente ante algo que te provoca un profundo rechazo, cuando a tu puerta llegue una terrible noticia, la encajarás con moderada calma.  Tu ego seguirá estando ahí y es probable que, lejos de suicidarse, intente sacar pecho y no te permita arrojar por el retrete la colección de ideologías y adhesiones que has estado acumulando desde que tus ojos se abrieron al mundo y que han conformado la imagen que tienes de ti mismo.  Sin embargo, es probable que también en esto halles cierto punto de equilibrio.  Llegado este punto, aunque sin duda no te hayas convertido aún en un sabio, puede que sí te encuentres un pasito más alejado de la ignorancia que cuando empezaste.  No habrás resuelto el gran dilema de la vida y, al final, la muerte se acercará y tú también tendrás miedo.  Pero, ¿quién sabe?  Quizás estés a una sola vida de distancia de resolverlo...