viernes, 9 de octubre de 2020

Reflexiones coronavíricas.

El ave fénix resurge de sus cenizas.

Pues lo hemos cogido.  Las autoridades sanitarias lo saben, los estudiantes de Ashtanga Yoga Bilbao ya lo saben, nuestros familiares y amigos ya lo saben y a partir de ahora también lo saben los lectores del blog.  El lunes 28 de septiembre a Nines le aparecieron unos sarpullidos que cubrían buena parte de su espalda y piernas.  Eran unas erupciones similares a las que provocan ciertas alergias alimentarias, pero leímos que se encuadraban dentro de la sintomatología de COVID-19 y llamamos a Osakidetza.  Desde ese mismo momento quedamos en cuarentena.  La prueba PCR de Nines arrojó un resultado positivo y, dos días después la mía también.  ¡Tenemos el coronavirus!

Una semana después, puedo afirmar que nos contamos entre los casos con síntomas leves.  Salvo algún que otro esporádico episodio de dolor de cabeza, no hemos detectado nada de lo que preocuparse.  Las personas de Osakidetza, médicos y enfermeros, que han estado en contacto con nosotros, nos pedían que estuviéramos atentos por si presentábamos dificultad a la hora de respirar.  Han sido días de frío y en casa no han encendido la calefacción central, por lo que ha habido estornudos y toses pero nada de lo que alarmarse.  Para nosotros no ha alcanzado siquiera la categoría de simple resfriado, y al tercer día de encierro incluso le desaparecieron a Nines los sarpullidos.

Me imagino que este es el problema del virus: la facilidad que tiene para pasar desapercibido en algunos casos saltando así con facilidad de persona en persona hasta que finalmente golpea a alguien con dureza.  Si no fuera por la situación que está atravesando el mundo, nuestra experiencia personal nos habría llevado a pensar que se trata de un virus de risa, totalmente inofensivo.  En los últimos años recuerdo haber tenido algún resfriado que me dejó doblado durante una semana entera sin poder moverme ni apenas practicar.  En el caso del coronavirus, en cambio, aunque sí que haya sentido algunas leves molestias, en realidad no me he visto impedido en nada.  

Una máxima ha dominado mi compromiso con la práctica de Ashtanga Yoga durante estos últimos quince años: si estoy lo suficientemente bien como para ir a trabajar, entonces estoy lo suficientemente bien como para practicar.  Durante mi estancia en Madrid ello me llevaba a no buscar excusas en la pereza y hacer callar esa vocecita que de cuando en cuando susurraba al oído que me tomase un descanso: ¿Has estado ocho horas sentado en tu oficina?  ¿Sí?  Pues entonces ahora te toca esterilla.  En todos estos años, tan sólo recuerdo haberme saltado días de práctica cuando estuve de baja alrededor de un mes por apendicitis a comienzos del 2008, cuando estuve de baja tres días por una infección de garganta en el 2010 y cuando estuve de baja una semana cuando me hice un esguince de tobillo tras pisar un socavón en la carretera en el 2013.  Ahora con el coronavirus estoy de baja de nuevo.  La seguridad social me ha tramitado una baja no sé si por enfermedad o por accidente.  Y sin embargo, a pesar de no he podido ir a trabajar y de que en teoría en mi interior ha debido de estar proliferando un virus letal que ha ocasionado una pandemia global y matado a cientos de miles de personas, me he sentido lo suficientemente bien como para no dejar de practicar un solo día.  Ni siquiera el día de descanso semanal de rigor.  Estoy todo el día en casa así que, ¿para qué descansar el domingo?

Este periodo de encierro me ha traído recuerdos amargos de los largos meses de confinamiento durante la pasada primavera.  La sensación es mucho más dulce porque parece claro que nuestra integridad personal no se va a ver amenazada y porque somos conscientes de que a finales de esta semana ya habrá terminado.  Diez días de encierro, de sacrificio personal por el bien de la sociedad se pueden sobrellevar con relativa facilidad.  Sin duda, mucho mejor que los tropocientos días de arresto domiciliario que tuvimos que tragarnos entre marzo y junio y que resultaron completamente insoportables.  Lo peor es que, por hache o por be, por la falta de previsión de los políticos, por la irresponsabilidad de los ciudadanos o por lo incontenible que se ha revelado el virus, ahora mismo la sociedad se encuentra en una situación muy similar a la de hace seis meses.

Aunque desde el punto de vista sanitario aún no se pueda hablar de colapso, lo cierto es que las sensaciones que se respiran son muy desagradables.  La sociedad funciona a medio gas, con el culo apretado y temiéndose que en cualquier momento todo pueda venirse abajo. Ahora más que nunca está presente el miedo.  Miedo a la enfermedad.  Miedo a la ruina económica.  Miedo al colapso social.  Pero también miedo a cruzarte con gente por la calle, a entrar en el supermercado, a cenar en un restaurante, a acudir al gimnasio o a clase de yoga, a saludar a tu vecino en el portal, a estrechar la mano de tu compañero de trabajo, a besar a tu madre y a tus hijos.  Miedo a no saber si seremos víctimas o verdugos, si acabaremos contagiados con un tubo metido en la garganta o si enviaremos a algún otro al hospital.  Las relaciones interpersonales se han descompuesto y la incertidumbre respecto a lo que depara el futuro nos atenaza a todos.  

El miedo es el padre de las fatalidades.  Por miedo los seres humanos hemos hecho cosas que nunca creeríamos posible de nosotros mismos: hemos robado, hemos asesinado y nos hemos comportado como bestias.  Por miedo naciones enteras han ido a la guerra.  El miedo es un instinto atávico que desempeñó un papel fundamental en nuestra supervivencia durante el proceso evolutivo.  Los seres humanos primigenios que sentían miedo ante las amenazas tenían más probabilidades de sobrevivir que los temerarios que ignoraban las señales de peligro de la naturaleza.  Sin embargo, el miedo tiene también un componente irracional que nos aboca a situaciones de estrés innecesarias y que demasiado a menudo se convierte en el rector de nuestras acciones.  Echad un vistazo si no a la televisión durante estos días.  Ojead un periódico.  El miedo se palpa por todos lados.  El miedo se esgrime como una arma arrojadiza contra el rostro del rival.



Se dice que el Buda, iluminado ya, caminaba tranquilo por el campo, cuando de repente entre los arbustos apareció una serpiente.  Instintivamente, el Buda se sobresaltó y trató de protegerse.  Resultaba que el Buda, aunque hubiera logrado superar las ataduras del deseo, aún tenía miedo a la muerte.

Una de las tareas más difíciles que el estudioso de los Yoga Sutras tendría ante sí sería la de destacar un sutra por encima de los demás.  Tal es la relevancia del maravilloso compendio de sabiduría que legó Patanjali.  No osaré cometer yo semejante imprudencia, aunque en el día de hoy sí que me voy a referir a uno que siempre he tenido muy presente y al que menciono en numerosas ocasiones: el 2.3, en el que el sabio cita los kleshas, los venenos, las cinco causas del sufrimiento humano:


2.3
अविद्यास्मितारागद्वेषाभिनिवेशाः पञ्च क्लेशाः॥३॥
Avidyāsmitā rāga dveṣābhiniveśāḥ pañca kleśāḥ||3||
La ignorancia (avidyā, ausencia de realidad en la conciencia), el egoísmo (asmitā), la atracción (rāga) y la repulsión (dvesha) por los objetos, y un aferramiento desmesurado (abhinivesha) (por la vida) son las cinco grandes aflicciones (kleshās).

La ignorancia, avidyā, es el primero de los venenos y del cual surgen los demás.  La ignorancia nos lleva a creer que somos la carcasa externa que hemos creado y que nuestra felicidad depende de que logremos satisfacer sus pasiones.  Pero el miedo a la muerte (o el apego a la vida) es el último en desaparecer, tal y como evidenció el propio Buda.  Y de hecho, si nos fijamos bien, el miedo está presente en todos los demás.  El miedo brota de la ignorancia.  El miedo aparece cuando nuestro ego se ve amenazado, cuando algo o alguien ataca el disfraz de convicciones que nos cubre.  El miedo hace acto de presencia también cuando no conseguimos algo que nos gusta, o bien cuando algo que nos provoca rechazo se acerca a nosotros.  Del miedo se alimentan la ira, la envidia, la codicia, el orgullo y también la propia ignorancia y el deseo. 

Ninguno estamos libres de miedo.  Si ni siquiera el mismo Buda logró deshacerse de él, ¿cómo podemos nosotros aspirar a desterrarlo de nuestras vidas?  En Ashtanga Yoga Bilbao nosotros también vivimos el miedo.  Tras más de dos meses cerrados de marzo a mayo, ¿volverán los alumnos?  ¿Será viable la escuela en la crisis del coronavirus?  ¿Podremos pagar las facturas?  ¿Podremos comer?  Y ahora que hemos tenido que cerrar durante casi dos semanas, ¿la gente se atreverá a regresar?  ¿Habremos contagiado a alguien?  ¿Llenaremos las clases?  ¿Se apuntará gente nueva al curso de iniciación?  ¿Nos confinará el gobierno otra vez?  ¿Cerrará gimnasios y escuelas de yoga?  ¿Regresaremos a Mysore algún día? 

Haya o no haya coronavirus, el miedo, la incertidumbre, la falta de seguridad, siempre estarán allí en mil y un formas.  Pretender luchar contra ello es inútil, por no decir ingenuo.  En la vida pocos pasos se pueden dar con la certeza de estar acertando y no incurriendo en ningún riesgo.  Y por lo general no hay segundas oportunidades: algunos trenes sólo pasan una vez y en un instante tienes que decidir si subirte a él o dejarlo pasar.  Un instante para decidir y toda una vida para preguntarte qué habría pasado si hubieras escogido el otro camino.

Los que llevamos un tiempo en esto del yoga sabemos que nuestra práctica encuentra su verdadero propósito precisamente en esta clase de situaciones.  En los próximos días se cumplirán quince años desde que conocí Ashtanga Yoga y empecé a practicarlo.  Si tuviera que destacar un solo motivo que explique que haya mantenido una práctica consistente durante tanto tiempo, sería éste: porque me hace sentir bien.  En primer lugar, me hace sentir bien físicamente.  Cuando termino de practicar me siento más lleno de energía, más vital, más suelto, más contento.  Es una percepción subjetiva pero también un dato objetivo: la práctica me ha mejorado físicamente en estos quince años porque ahora con cuarenta y un años mi cuerpo me permite hacer cosas que con veintiséis años ni me imaginaba que serían posibles.  Pero también, me hace sentir bien en el plano de las emociones.

Seguramente me cuente entre las personas más racionales que has conocido.  Soy puro intelecto, pura lógica, pura razón.  Disfruto absorbiendo información, bien sea histórica, científica, filosófica o tecnológica.  Me gusta analizar y recrearme en el ordenamiento cuadriculado de las cosas.  Para que te hagas una idea, cuando me cuesta dormir me relaja repasar mentalmente la formación de una legión romana tras las reformas marianas.  Para mí es como contar ovejitas.   

Esta clase de mentes vienen muy bien para algunas cosas pero no tanto para otras.  Muy a mi pesar, muchos de los aspectos en la vida del ser humano no pueden ser objeto de un riguroso análisis y resolverse a través de la lógica.  Sobre todo en el caso de las relaciones humanas, aunque también en numerosas otras situaciones, lo que acontece es el resultado de una gran cantidad de factores y agentes muchos de los cuales resulta imposible tener bajo control.  Esta situación que estamos viviendo ahora mismo es un claro ejemplo.  Al comienzo de la semana del 29 de septiembre estaba preocupado tratando de cuadrar a todos los estudiantes dentro de los turnos de clases que habíamos establecido, considerando si abrir o no abrir el turno adicional de las 17:00 y al mismo tiempo preparándome mentalmente para un nuevo curso de iniciación que se iba a celebrar en el fin de semana del 3/4 de octubre y que ya estaba completo.

Cada detalle iba encajándose a la perfección cuando, de pronto, nos cayó encima la losa del coronavirus.  Todos los planes al traste; ni clases ni curso, la perspectiva de tener que enfrentarnos a una enfermedad que en no pocos casos se ha revelado mortal y la duda de si habremos contagiado a alguien en el proceso.  Nuestro querido Tomás Zorzo lo expresó en cierta ocasión con estas palabras magistrales: "Crees que tú estás viviendo la vida, pero en realidad es la vida la que te vive a ti." 

¿Y cómo encaja semejante contrariedad una mente tan cuadriculada?  Pues curiosamente, muy bien.  El riesgo a nuestra salud, la frustración ante la inactividad y el previsible palo económico están ahí, pero lo cierto es que el estrés, la ansiedad o el miedo, no han llegado a hacer mella.  Estos días están siendo algo parecido a unas vacaciones.  Nines confinada en su habitación y yo en la mía, nos hemos reunido en el pasillo para jugar al parchís con mascarilla.  Entretanto, he estado practicando, jugando con el gato, viendo películas, escribiendo y solazándome.  La enfermedad progresaba levemente e iba dejando sus señales: dolor de cabeza, alguna que otra tos, un estornudo... al cabo de unos días se diluyó hasta el cero absoluto y ahora nos encontramos ya al final de la segunda semana y en un tris de regresar a la -nueva. normalidad. 

Realmente siento que detrás de esta reacción se encuentra el bagaje de quince años de práctica de yoga.  Podría llegar a pensarse que la práctica de Ashtanga Yoga sostenida durante un largo periodo de tiempo tan sólo contribuye a convertir a la persona en cuestión en un gimnasta/acróbata/contorsionista más o menos avezado, aunque desde mi punto de vista eso sería una manera terriblemente parcial de entender este método.  Trabajamos con el cuerpo, sí, trabajamos con la musculatura y la tonificamos y la flexibilizamos.  Muchas de las posturas pretenden también estimular la depuración de los órganos mediante su compresión, su estiramiento, su relajación y la sudoración.  Podría ser objeto de debate si esta terapia de los órganos mediante la ejecución de asanas resulta realmente efectiva.  En cambio, lo que no creo se pueda discutir es que en el centro de toda esta coreografía física se encuentra la respiración y que este trabajo con la respiración es el que eleva la práctica de Ashtanga Yoga más allá del plano puramente físico.  Podría alargarme aquí hasta la extenuación, pero no creo que haga falta.  Un sinfín de tradiciones en todo el mundo durante miles de años han identificado el trabajo sobre la respiración como un aspecto crucial a la hora de modificar los estados de la mente humana.  No entendemos todavía bien los mecanismos que lo hacen posible, pero lo saben los budistas, lo saben los yoguis y lo saben también los psicólogos modernos, quienes en pleno siglo veintiuno están redescubriendo el trabajo con la respiración, reempaquetada con la etiqueta de mindfulness y prescribiéndosela a sus pacientes azotados por el estrés, la angustia y la depresión.

La práctica de Ashtanga Yoga es muy poderosa.  Muy mal tiene que estar haciéndola uno para que la mantenga durante un periodo de meses o años sin sentir repercusiones.  Las fotos que retratan la práctica física no recogen que cada movimiento se ha realizado sobre una respiración, que la mirada se ha dirigido a puntos concretos, que el tacto se ha situado en partes específicas del cuerpo, que toda la rutina estaba integrada en el interior del practicante, quien no requería de ningún póster ni ninguna guía externa.  Ha sido un ejercicio de atención presente llevado a cabo durante alrededor de hora y media, un entrenamiento para la mente que sostenido en el tiempo difícilmente pasará desapercibido.

Las consecuencias a largo plazo llegan a nivel mental.  Quizás en el futuro la neurología halle respuestas concretas; por el momento tan sólo cabe hablar de las "sensaciones" que tenemos los practicantes, la gente que ha incorporado el yoga a su vida y que, no sabe muy bien cómo, se siente más feliz, menos ansiosa, más positiva, menos desquiciada o más creativa.  Mi impresión es que, de forma paralela a la práctica externa, lo interno también se está viendo modificado.  Es como si en el cerebro se hubieran establecido nuevas conexiones neuronales que, por un lado, te permiten resolver problemáticas puramente físicas, intuir dónde se encuentra cierta parte de tu cuerpo sin tener que mirarla, familiarizarte con las sensaciones que te llevan a resolver una postura de la manera correcta, conocer cuáles son tus límites y discernir si puedes llegar más lejos o si mejor ese día debes aflojar y, por el otro, alteran ciertos hábitos de comportamiento que nos vienen de serie y que, al calor del yoga, se matizan.

Si el Buda no logró librarse del miedo a la muerte, tengo serias dudas de que ninguno de nosotros logremos librarnos del miedo por completo.  Lo que sí creo que puede lograrse mediante el yoga es suavizar la "letalidad" de los cinco venenos.  Practica yoga y no lograrás erradicar por completo el deseo, aunque quizás si logres que, cuando no alcances tus objetivos o cuando lo que te agrada se aleje de ti, tal vez no te sientas tan abatido como te habrías sentido en otro momento.  Practica yoga y no desaparecerá de ti la aversión.  Pero tal vez, cuando te encuentres de frente ante algo que te provoca un profundo rechazo, cuando a tu puerta llegue una terrible noticia, la encajarás con moderada calma.  Tu ego seguirá estando ahí y es probable que, lejos de suicidarse, intente sacar pecho y no te permita arrojar por el retrete la colección de ideologías y adhesiones que has estado acumulando desde que tus ojos se abrieron al mundo y que han conformado la imagen que tienes de ti mismo.  Sin embargo, es probable que también en esto halles cierto punto de equilibrio.  Llegado este punto, aunque sin duda no te hayas convertido aún en un sabio, puede que sí te encuentres un pasito más alejado de la ignorancia que cuando empezaste.  No habrás resuelto el gran dilema de la vida y, al final, la muerte se acercará y tú también tendrás miedo.  Pero, ¿quién sabe?  Quizás estés a una sola vida de distancia de resolverlo...

miércoles, 1 de abril de 2020

¿Tolera Dios el coronavirus?

Josse Lieferinxe.  San Sebastián intercediendo por la Peste Negra.  Finales s. XV

Hoy parece que el mundo se ha sumido en la catástrofe y que todas las estructuras sociales se han venido abajo.  A una escala mucho menor por supuesto, pero curiosamente durante los últimos meses mi vida había sufrido también un particular cataclismo.

El fallecimiento de mi madre Pilar el pasado mes de octubre nos condujo a mi hermano y a mí a una situación inaudita: el domicilio familiar en el que los dos habíamos crecido y que había permanecido a modo de ancla hacia nuestros orígenes, por primera vez, se encontraba vacío.  Nuestro padre Fernando falleció de manera inesperada en el año 2009 víctima del cáncer; mamá -era de Santander y no le gustaba que la llamasen ama- renqueó durante años con un corazón débil y malos hábitos hasta que al final se apagó.

Ellos se fueron pero la casa seguía ahí, repleta de recuerdos. Tras casi cincuenta años de rodaje, mi hermano y yo decidimos que había llegado la hora de hacerle unos arreglos  Una empresa se encargaría de la reforma, pero antes había que despejar las habitaciones de trastos y libros.  Sobre todo libros, porque nuestro padre había cultivado una afición desmedida, casi diogénica, por los libros, y durante largas décadas los había estado amontonando en armarios y estanterías por toda la casa en cantidades extraordinarias.  Mi pobre madre no se había sentido con fuerzas de poner orden en aquel desaguisado y los montones de libros continuaron acumulando polvo y ácaros.

Pilar, sentada a la izquierda y Fernando, de pie a la derecha junto a su hermana.  Mi hermano y yo entre nuestros abuelos paternos.  Primera Comunión 1989.

Había mucho que tirar, aunque tampoco queríamos que un trapero arramplara con todo y se llevara por delante objetos valiosos y recuerdos entrañables.  Mi hermano tiene dos hijos, un trabajo con horario de oficina y viajes casi todos los fines de semana, así que finalmente fui yo, que merced a mi trabajo "bohemio" y sin menores a mi cargo dispongo de más tiempo, quien dio un paso adelante y me sumergí en la ímproba tarea de distinguir entre lo que iría al contenedor y lo que permanecería.

El trajín me llevó muchas semanas y resultó una experiencia a ratos entretenida y a ratos dolorosa.  Rebuscar entre libros, archivos y pertenencias personales de tus padres entre las cuales nunca habrías osado asomar la nariz mientras estaban en vida es lo más parecido a abrir una caja de Pandora.  Quedémonos con lo positivo y diré que entre la numerosa morralla han habido sorprendentes hallazgos: juguetes de la infancia, cartas de mis abuelos, libros geniales leídos hace décadas y olvidados, álbumes de fotos de cuando mis padres eran jóvenes, de su boda, de cuando nosotros éramos bebés, acuarelas inéditas de mi padre, gran aficionado al arte y en especial a la pintura, el carné universitario de la Complutense y las últimas calificaciones en medicina de mamá...  

Entre estos descubrimientos se encuentra el relato publicado antes de esta entrada.  A mi padre le interesaban muchos temas, y una parte importante de su biblioteca la ocupaban libros de ocultismo, parapsicología y similar.  Tenía la bibliografía completa de Juan José Benítez, un periodista muy en la línea de Fernando Jiménez del Oso que escribe sobre OVNIs y extraterrestres.  Recuerdo que de adolescente leí las dos primeras partes de Caballo de Troya, una serie de libros en las que se narraba cómo el gobierno de los Estados Unidos utilizó una máquina del tiempo para enviar a un agente al pasado a encontrarse con Jesucristo durante sus últimos días y estudiar científicamente sus milagros, muerte y resurrección.  La colección Caballo de Troya me la he quedado por si se me ocurre terminar de leerla, pero el resto lo he apartado porque tampoco es que J. J. Benítez me apasione como para guardar tres docenas de libros suyos.  El resto, excepto un pequeño ejemplar insólito de La Otra Orilla en el que J. J. Benítez se aparta de su temática y formato habitual y escribe una serie de relatos cortos.

J. J. Benítez.

El libro en cuestión lo recordaba sobre todo por el relato "¿Tolera Dios el mal?" que habéis podido leer.  Soy consciente de que J. J. Benítez no forma parte de la "alta literatura" y que puede ser calificado algo así como el Ikér Jiménez de los escritores que nunca ocupará un lugar privilegiado en las hemerotecas, pero reconozco que me gusta su estilo y este relato en particular me parece genial.  Hay que leerlo con cuidado y tomarse su tiempo o pasarás por alto el giro que da en los últimos dos párrafos.

La pregunta que hace las veces de título es uno de los grandes enigmas ya no diré de la Teología, sino de la Humanidad entera, y en una situación como la que vivimos actualmente, en la que la tercera parte -por el momento- de la población mundial vive confinada en sus casas y decenas de miles han muerto, todo por culpa de un virus, un organismo insignificante al que ni siquiera se considera ser vivo, viene muy a propósito.  ¿Quién nos castiga?  ¿Qué hemos hecho para merecerlo?  ¿Qué lección se nos quiere enseñar?

El relato del señor Benítez deja en manos del lector las conclusiones.  Por un lado se puede inferir que las pobres hormigas son unas ilusas ignorantes por creer que el coloso al que adoran pueda ser la solución a sus problemas.  Por el otro resulta interesante la idea de que el pastor piense que sólo él es el desgraciado y que la vida de las hormigas es muy simple y dichosa, mientras que a su vez ellas piensan que él es el ser todopoderoso al que nada aflige.  Ese concepto de que todo lo malo le pasa a uno y que los demás no tienen problemas está muy extendido.  Al final, cualquiera puede darse cuenta de que tanto las hormigas como el pastor están sujetas a poderes externos que escapan a su control y que el Dios al que imploran nunca evitará que surjan obstáculos en su camino.

Así como el relato de J. J. Benítez puede ser interpretado de muchas maneras, las lecturas ante una situación como la que nos ocupa hoy son múltiples, casi tantas como personas.  En mi caso, el sentimiento que me invadió cuando se desató la crisis sanitaria y el país entero hubo de encerrarse en casa fue el de fragilidad, una fragilidad que reconocía sin dificultad en mí pero que ahora se había revelado en un fenómeno global.


Todos buscamos la felicidad.  A veces nos lo ponemos sumamente complicado pero no cabe duda: queremos ser felices y la felicidad es el motor principal de nuestros actos, posiblemente el gran motivo por el que asumimos innumerables sacrificios e invertimos enormes esfuerzos durante buena parte de nuestra existencia, y también la causa por la que cometemos un sinfín de estupideces.  No percibimos que haya nada de malo en ello sino que nos parece una tendencia natural, legítima.  La felicidad, comprada a tan alto precio, se sostiene sobre muchas patas, que van desde la salud física hasta el bienestar económico, pasando por la realización personal y profesional y la satisfacción social y afectiva.  Nunca alcanzamos una felicidad completa pero sí que logramos encadenar aquí y allá ciertos hitos que nos mantienen estables en ella durante largos periodos y que nos imprimen la noción de que la vida, esa azarosa aventura sembrada de sufrimiento, merece la pena ser vivida.

Una vida que, lo sabemos, tiene una fastidiosa tendencia a invocar acontecimientos que alteran ese estado de felicidad y nos sacan fuera de los márgenes que consideramos aceptables: fracasos laborales, rupturas sentimentales, palos económicos, pérdida de seres queridos, enfermedades...  Creemos tenerlo todo bajo control pero, en realidad, basta con que se quiebre una sola de las patas que nos sostienen para que todo el tinglado se venga abajo y nos hundamos en el abismo.  Cuando estamos en lo más alto nos sentimos pletóricos, invencibles, pero una mala noticia y en un instante besaremos el fango.

Hace un par de años padecí un cólico nefrítico.  Recuerdo que fue una mañana ideal: me levanté, hice una práctica perfecta, desayuné, me duché y a las siete empezó a llegar la gente de la sesión Mysore en Ashtanga Yoga Bilbao.  A eso de las 9:30 apareció un ligero dolor en mi zona lumbar izquierda: "Qué raro, ¿habré forzado en kapotasana?", y al cabo de unas horas me encontraba postrado en cama sin poder moverme ni apenas articular palabra: comenzaba una semana de auténtica pesadilla sin prácticas perfectas ni desayunos ni duchas ni clases ideales.

Así somos de frágiles, de vulnerables.  Prodigio de la evolución, sí.  Maravilla de la naturaleza.  Obras maestras compuestas de billones de células perfectamente sincronizadas, con multitud de tejidos y órganos sometidos a una consciencia que a sus órdenes son capaces de componer poesía, tocar instrumentos, construir rascacielos, diseñar aviones, surcar los siete mares y practicar la quinta serie de Ashtanga Yoga, pero al que una piedra de calcio tan pequeña que precisó de dos ecografías para ser detectada le hace hincar la rodilla, anula por completo todas sus capacidades y le obliga a centrar en ella su entera atención.

Piedras en el riñón, torceduras de tobillo, accidentes de tráfico, cánceres, despidos improcedentes, caídas de bolsa y toda clase de contrariedades nos acechan.  No queremos que nos pase a nosotros y cuando al vecino le ocurre pensamos: "Buf, menos mal que a mí no."  Pero de una u otra manera a todos nos llega; en último término si todo ha ido bien aguardan la decrepitud y la muerte.  El ser humano vive como si no fuera a morir nunca y muere como si nunca hubiese vivido, dice un viejo cuento oriental.



Lo extraordinario de todo lo que está pasando con el asunto este del coronavirus es que, por primera vez en mucho tiempo, una desgracia nos golpea a todos por igual.  Cuando sube la gasolina o cuando acontece una crisis económica siempre hay elementos de la sociedad que se benefician, a los que les viene bien aquello que muchos perciben como algo malo: magnates del petróleo, especuladores y fondos buitre que saben sacar provecho del río revuelto.

Ahora, una tercera parte del mundo permanece encerrada en casa, acorralado por este inesperado microscópico agente biológico.  Hablé por teléfono con David Williams, el antiguo profesor de Ashtanga Yoga afincado en Hawaii, y me contó que en su remota isla en medio del Pacífico sólo tienen veinticinco casos todavía pero que aún así se han quedado todos en casa, han dejado de llegar turistas y entran en las tiendas de uno en uno con guantes y máscara,  La todopoderosa sociedad tecnológica se tambalea sin que importe dónde vivas, la aldea más pordiosera de la India o el apartamento más lujoso de Manhattan: el virus no distingue entre nacionalidades ni economías

Es decir, de la misma manera que una piedra en el riñón dejó en evidencia mi fragilidad, el virus ha hecho lo propio con la sociedad humana.  Hemos conquistado el espacio, explotamos los recursos del planeta a escala industrial y disfrutamos de un nivel tecnológico que hace apenas un siglo ni los más imaginativos autores de ciencia ficción habrían llegado a soñar.  Los seres humanos nacen y mueren, sí, pero la humanidad en su conjunto se cree invulnerable. Tonteamos peligrosamente con la ecología y, aunque parezca que la temperatura sube unas pocas décimas, se fundan algunos glaciares y se extingan especies, no pasan de meras advertencias que paliamos tomando tímidas medidas; en realidad, sinceramente: ¿quién nos puede derrotar?  Nuestra ciencia nos lleva a comprender los confines del Universo y contamos con armas nucleares capaces de vaporizar ciudades enteras en cuestión de minutos así que, ¿en verdad puede asustarnos nada?  Pues no hay mucho más que decir; aquí lo tenemos delante de nuestros ojos: un virus nos ha dejado en cueros y no podemos hacer otra cosa que acurrucarnos en nuestras madrigueras y capear el vendaval.  Gigantes con pies de barro.

Gran Vía de Madrid, desierta.
A la pregunta acerca de si Dios tolera el coronavirus y otros males, hay que responder de manera transversal: ¿qué hay que entender por mal?  Desde cierto punto de vista, nosotros podemos ser el mal.  Se dice que ahora que los humanos no se dejan ver fuera, los animales están recuperando territorios que les habían sido vedados tales como playas y parques.  También, los menores niveles de tráfico rodado y actividad industrial han reducido la contaminación atmosférica.  Así que desde la perspectiva del planeta el confinamiento o, porqué no decirlo, el exterminio del ser humano suena como una noticia excelente.

Si por un momento nos olvidáramos de nuestra naturaleza humana y en una colosal e irreverente pirueta nos pusiésemos en la “piel” de Dios, de esa supuesta entidad suprema que lo rige todo, es muy probable que adquiriéramos una percepción muy distinta de la que tenemos de la dualidad bien-mal.  Para empezar, en la inabarcable obra de Dios el mal convive en el bien y viceversa; los ciclos implacables de destrucción y creación, la constante transformación de la materia y energía en otras formas, la tendencia constante al desorden o, dicho en una palabra, la impermanencia, vienen de serie.   Por lo poco que sé de filosofía de las religiones, lo más probable es que una de las cualidades de ese inalcanzable Dios sea la más absoluta de las ecuanimidades, un perfecto equilibrio entre opuestos: bien y mal, luz y oscuridad, salud y enfermedad.

Así pues, resulta más que evidente que Dios permite que suceda el mal o, mejor dicho, que acontezcan cambios que los sentidos subjetivos de los seres que pueblan Su creación perciban como estímulos negativos en contraposición a otros que sean considerados positivos.  De hecho si no hubiera mal, seguramente el bien no sería distinguible.  Si las fresas tuvieran el mismo sabor que las piedras, ¿nos molestaríamos en ir a buscar fresas o mordisquearíamos cualquier guijarro?  ¿Seríamos capaces de distinguir a las personas honradas si no hubiera sinvergüenzas?  Y por último: ¿realmente podríamos ser libres dentro de un mundo en el que no existiera la posibilidad de hacer el mal?,  ¿tendría sentido la vida en semejante escenario de ausencia de mal y, en consecuencia, de no libertad?  


No, Dios no nos ha enviado el coronavirus; no quiere castigarnos a nosotros ni tenía la más mínima intención de ponerles las cosas difíciles al pastor y a las hormigas del cuento de J. J. Benítez.  Las inundaciones, los incendios y la pandemia forman parte de un mundo en continua transformación y desorden dentro del cual actuamos en libertad pero sobre el que, a menudo muy a nuestro pesar, tenemos una capacidad limitadísima de influir. 

En el Atmabodha Upanishad existe una metáfora preciosa para explicar la relación entre atman, el individuo, y brahman, el todo.  Atman es la ola que surge del océano de brahman y que, como toda ola, después de su breve despliegue de belleza acuática regresará a brahman.  Mientras somos ola somos agua, pero cuando dejamos de ser ola y nos fundimos en brahman, seguimos siendo agua.  Cada vida es una excrecencia del Todo.  Casi podemos pensar en cada uno de nosotros como un náufrago encaramado en una precaria balsa sobre la cresta de su ola, pretendiendo tenerlo todo bajo control y rogándole al mar que le obedezca y no le haga sufrir, momentos antes de que la ola rompa.  El agua de la ola es el atman, nuestra verdadera naturaleza, mientras el náufrago es el ego, quien se ha empoderado ensoberbecido, se cree lo más importante del Universo y espera que el viento sople a su son.  El náufrago, lo acepte o no, tiene los segundos contados: en unos instantes la ola se hundirá en el mar, el ego desaparecerá y de nuevo sólo quedará atman diluido en brahman.  Después, una ola volverá a surgir y el ciclo se repetirá. 

A modo de conclusión escribiré acerca de lo que opino debería hacer cada uno.  En primer lugar, desesperarse, quejarse y clamar al Cielo o a la Moncloa son gestos estériles que sólo contribuyen a generar más ruido.  Lo que no se hizo en su momento no se puede hacer ya, y ahora lo que nos queda es que cada cual actúe según su deber.  En lo que respecta a la mayoría de nosotros, la tarea es bien sencilla: quedarnos en casa y contribuir lo menos posible a la proliferación de la enfermedad.  Un esfuerzo menor, teniendo en cuenta el terrible peso y responsabilidad que recae sobre los desbordados sanitarios y los políticos con sus palos de ciego.  En cierto modo incluso hasta tiene algo de poético ver a la Humanidad unida en algo por vez primera.  En esta crisis no hay distinción entre naciones ni clanes ideológicos; el virus no conoce fronteras.  Aprendamos de los errores y rememos juntos.

¿Tolera Dios el mal?

Cesare Maccari.  Cicerón denuncia a Catilina. s. XIX.

Cuenta la leyenda que los habitantes de aquel mundo, cansados de soportar tantas calamidades, decidieron celebrar una magna asamblea.  Y a la llamada de los líderes acudieron seres de todas las razas y rincones de aquel remoto lugar.

Todos, por igual, se sentían desgraciados.  Las lluvias inundaban sus campos y aniquilaban a sus gentes.  El fuego arrasaba sus ciudades y bosques.  Las enfermedades diezmaban las poblaciones y los enemigos se abatían sobre sus pueblos, sembrando la muerte y la destrucción.

Y aquellos seres, profundamente creyentes, se lamentaban en los siguientes términos:

— ¿Por qué tolera Dios el mal? ¿Qué utilidad le reporta tanta catástrofe y desatino?

Después de arduos debates, aquella asamblea decidió interrogar a Dios sobre tan clara injusticia.

Una comisión de príncipes y ministros de las iglesias se dirigió entonces a la llamada "Montaña Sagrada" donde Dios había sido visto con frecuencia.

El resto del pueblo, en hilera y a una prudencial distancia, siguió a sus sacerdotes.

Al alcanzar la cima, los sumos pontífices, en efecto, descubrieron la figura inmensa, casi infinita, de su Dios.  Y postrándose de rodillas, formularon estas preguntas:

 — ¿Oh, poderoso Dios! Dinos: ¿por qué consientes tanto mal?  ¿Por qué envías la lluvia que inunda nuestras tierras?  ¿Por qué permites la esclavitud? ¿Por qué nos arrojas en manos de nuestros enemigos?

Y aquel poderoso ser dejó de tocar la flauta y, dirigiendo la mirada hacia la larga fila de hormigas, movió la cabeza en señal de desaprobación, al tiempo que lamentaba con sus ovejas:

— ¿Por qué tolera Dios tanta injusticia?... ¿Por qué nos envía la lluvia y el pedrisco? ¿Por qué nos exige que trabajemos de sol a sol mientras éstas sólo tienen que alargar la mano para recoger el grano?



J. J. Benítez.  La otra orilla (pág 25-26).  1992.


Arnold Böcklin.  La queja del pastor. 1866.