Cesare Maccari. Cicerón denuncia a Catilina. s. XIX. |
Cuenta la leyenda que los habitantes de aquel mundo, cansados de soportar tantas calamidades, decidieron celebrar una magna asamblea. Y a la llamada de los líderes acudieron seres de todas las razas y rincones de aquel remoto lugar.
Todos, por igual, se sentían desgraciados. Las lluvias inundaban sus campos y aniquilaban a sus gentes. El fuego arrasaba sus ciudades y bosques. Las enfermedades diezmaban las poblaciones y los enemigos se abatían sobre sus pueblos, sembrando la muerte y la destrucción.
Y aquellos seres, profundamente creyentes, se lamentaban en los siguientes términos:
— ¿Por qué tolera Dios el mal? ¿Qué utilidad le reporta tanta catástrofe y desatino?
Después de arduos debates, aquella asamblea decidió interrogar a Dios sobre tan clara injusticia.
Una comisión de príncipes y ministros de las iglesias se dirigió entonces a la llamada "Montaña Sagrada" donde Dios había sido visto con frecuencia.
El resto del pueblo, en hilera y a una prudencial distancia, siguió a sus sacerdotes.
Al alcanzar la cima, los sumos pontífices, en efecto, descubrieron la figura inmensa, casi infinita, de su Dios. Y postrándose de rodillas, formularon estas preguntas:
— ¿Oh, poderoso Dios! Dinos: ¿por qué consientes tanto mal? ¿Por qué envías la lluvia que inunda nuestras tierras? ¿Por qué permites la esclavitud? ¿Por qué nos arrojas en manos de nuestros enemigos?
Y aquel poderoso ser dejó de tocar la flauta y, dirigiendo la mirada hacia la larga fila de hormigas, movió la cabeza en señal de desaprobación, al tiempo que lamentaba con sus ovejas:
— ¿Por qué tolera Dios tanta injusticia?... ¿Por qué nos envía la lluvia y el pedrisco? ¿Por qué nos exige que trabajemos de sol a sol mientras éstas sólo tienen que alargar la mano para recoger el grano?
Después de arduos debates, aquella asamblea decidió interrogar a Dios sobre tan clara injusticia.
Una comisión de príncipes y ministros de las iglesias se dirigió entonces a la llamada "Montaña Sagrada" donde Dios había sido visto con frecuencia.
El resto del pueblo, en hilera y a una prudencial distancia, siguió a sus sacerdotes.
Al alcanzar la cima, los sumos pontífices, en efecto, descubrieron la figura inmensa, casi infinita, de su Dios. Y postrándose de rodillas, formularon estas preguntas:
— ¿Oh, poderoso Dios! Dinos: ¿por qué consientes tanto mal? ¿Por qué envías la lluvia que inunda nuestras tierras? ¿Por qué permites la esclavitud? ¿Por qué nos arrojas en manos de nuestros enemigos?
Y aquel poderoso ser dejó de tocar la flauta y, dirigiendo la mirada hacia la larga fila de hormigas, movió la cabeza en señal de desaprobación, al tiempo que lamentaba con sus ovejas:
— ¿Por qué tolera Dios tanta injusticia?... ¿Por qué nos envía la lluvia y el pedrisco? ¿Por qué nos exige que trabajemos de sol a sol mientras éstas sólo tienen que alargar la mano para recoger el grano?
J. J. Benítez. La otra orilla (pág 25-26). 1992.
Arnold Böcklin. La queja del pastor. 1866. |
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