lunes, 30 de diciembre de 2019

Hijos del caos.


En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios.
Éste era en el principio con Dios.
Todas las cosas por Él fueron hechas, y sin Él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho.
En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella.
San Juan 1:1-5

Lo llamaron Big Bang.  Una gran explosión que fue el origen de todo.  Antes, la nada.  O lo que nuestros cerebros, tristes herramientas pensantes constreñidas a un espacio de tres dimensiones y una línea de tiempo de una sola dirección, entienden por nada.

El caos dominaba la creación. En los primeros instantes, del orden de picosegundos después del Big Bang, cobraron forma las leyes físicas bajo las que se gobernaría todo.  Sin embargo, la temperatura era demasiado elevada como para que se formaran siquiera partículas subatómicas y un caldo opaco de borboteante magma constituido por radiación y precursores de materia abarrotaba el espacio en expansión.   

Materia... y antimateria.  Un microsegundo después del Big Bang la temperatura bajó lo suficiente como para permitir la aparición de un sinnúmero de partículas fundamentales de cargas eléctricas antagónicas: quarks y antiquarks, fusionados a su vez en hadrones y antihadrones que se enfrentaban entre sí como dos ejércitos alineados para la batalla.  

Y entonces todo estuvo a punto de desaparecer: la creación pareció destinada a autodestruirse sin haber cumplido todavía su primer segundo cuando la materia y la antimateria se aniquilaron mutuamente en una colisión de inimaginables proporciones.  Inexplicablemente, del Big Bang no había surgido una cantidad perfectamente simétrica de materia y antimateria, sino que alrededor de una diez mil millonésima fracción de la materia sobrevivió haciendo posible que en la sopa quedasen fideos. 

Los primeros átomos se formaron durante los primeros veinte minutos: simples isótopos de hidrógeno y helio ionizados constituidos por uno o dos protones y neutrones.  Entonces, durante miles de años de expansión, el universo se enfrió.  Alrededor de trescientos cincuenta mil años más tarde dejó de ser un caldo opaco y se convirtió en un espacio transparente con átomos estables de hidrógeno y helio por el que por fin podían viajar los fotones... salvo que aún no había ninguna luminaria en el oscuro vacío.


A partir de ese momento las densas nubes de materia comenzaron a colapsar bajo su propia atracción gravitatoria hasta que los atómos de hidrógeno primordiales se fusionaron, dando origen a las primeras estrellas.  Doscientos millones de años habían transcurrido desde el Big Bang y al fin se hizo la luz.

Las primeras estrellas fueron verdaderos colosos de varios centenares de masas solares, incluso algunos millares.  A modo de referencia, en la actualidad las estrellas más masivas cuentan con veinticinco masas solares y tan sólo algunas pocas superan el centenar.

En el núcleo incandescente de aquellas estrellas primigenias los átomos de hidrógeno se fusionaron en pares dando lugar a átomos de helio; al cabo de algunos millones de años el hidrógeno se agotó, el núcleo se enfrió y las estrellas colapsaron bajo su propio peso, lo que a su vez elevó la temperatura y reinició el núcleo, que empezó a fusionar helio en carbono y oxígeno.  Los sucesivos aumentos de temperatura y densidad del núcleo condujeron a procesos de fusión cada vez más complejos en los que se fraguaron sodio, magnesio, azufre, calcio y otros elementos hasta el hierro, con veintiséis protones.

En el corazón de las estrellas la creación se diversificaba, pero aquella situación no estaba destinada a durar para siempre.  Las estrellas de menor masa podían permanecer estables durante miles de millones de años reteniendo en su interior la diversidad material.  Las más masivas, en cambio, agotaron su combustible a marchas forzadas y se volvieron inestables con rapidez.  En términos estelares esto supone menos de un centenar de millones de años frente a los nueve mil millones de años en que se estima la vida de una estrella de pequeño tamaño como nuestro sol.

Entonces, y tras un repentino colapso durante la sucesión de procesos nucleares, las estrellas masivas, una tras otra, estallaron en forma de supernova.  Una entidad pensante que observara aquello se habría sentido sobrecogida: la belleza, la armonía de aquellas formas esféricas brillantes surgidas del caos del Big Bang quedaron destruidas tras un corto orgasmo de luz.

Pero aquello no era ni mucho menos el fin.  En el lugar de aquellas ciclópeas bolas de fuego inmoladas quedaron enormes nubes de materia compuestas del hidrógeno que las había constituido originalmente pero también de elementos más pesados como el carbono, nitrógeno, oxígeno y hierro que se habían forjado en sus núcleos y también otros metales más complejos como bromo, zinc y oro generados durante el caos de la propia supernova.


A partir de aquellas nebulosas todo volvió a empezar: la materia danzó, interactuó entre sí durante millones de años y repitió el proceso una y otra vez.  La flamante complejidad de la materia permitió que se aglomerara en algo más que meras esferas de hidrógeno; fue así como a las nuevas estrellas las acompañaron planetas gaseosos, rocosos, asteroides, cometas y una miriada de otros objetos.  Dentro del sinfín de galaxias nacían y morían los sistemas estelares, se construía, destruía y de nuevo el ciclo se reiniciaba.  Al cabo del tiempo la creación ya tenía todos los mimbres necesarios y, en algunos lugares, aún no tenemos la certeza de si muchos o pocos, las nubes de materia surgidas a partir de holocaustos estelares dieron lugar a planetas rocosos iluminados por soles como el nuestro aptos para la vida.

Casualidad o causalidad.  Se puede pensar que la interacción aleatoria de la materia en las condiciones adecuadas es suficiente para crear vida, como el que agita una sopa de letras esperando encontrarlas perfectamente ordenadas en un soneto de Quevedo: habrá que removerla millones, trillones de veces, pero con tiempo y paciencia todo es posible.  A partir de ahí, la evolución se encargará de todo.  La estadística como demiurgo: un tipo de fe muy extendido entre los escépticos y al menos tan respetable como la noción de que la materia, el tiempo y el espacio hayan sido creados con un determinado y misterioso propósito y que todo, incluidos nosotros mismos, formemos parte del plan.

Diez mil millones de años después del Big Bang, en un insignificante rincón de una anodina galaxia, a la luz de una tenue estrella y bajo la atmósfera de un pequeño planeta rocoso que el bueno de Carl Sagan describiera como un punto azul pálido, emergió la vida.  Durante cuatro mil millones de años la vida proliferó y se desarrolló, desde simples organismos unicelulares hasta animales complejos.  Un sinnúmero de especies lo poblaron con mejor y peor suerte: reptiles y plantas, insectos y peces, mamíferos y aves, algas y anfibios.  Volcanes, terremotos, glaciaciones y meteoritos varios la amenazaron y muchas especies se extinguieron, pero generación tras generación la vida persistió y se aferró a la supervivencia contra toda adversidad, a veces precariamente, otras esplendorosa.  Finalmente, hoy hace apenas un par de millones de años, un suspiro en la escala cósmica, apareció una especie en concreto: un mamífero homínido que al cabo del tiempo y por primera vez, sin que aún sepamos muy bien cómo, trascendió la mera perpetuación y reproducción bajo las que se habían limitado a operar todos los seres vivos y fue capaz de plantearse las grandes cuestiones: ¿por qué y para qué?


Somos hijos del caos: el entorno perfectamente sincronizado en que nacemos y morimos surgió de una papilla inimaginablemente desordenada, los ladrillos que constituyen nuestros cuerpos fueron forjados en los núcleos incandescentes de estrellas destruidas hace eones, la vida que nos rodea y que tan cotidiana se nos antoja es una privilegiada rareza y nuestra capacidad de componer música o poesía un auténtico milagro en un universo de infinita belleza y precisión pero que, por lo que sabemos, en su mayor parte permanece en inerte silencio.

Seguramente ningún ser humano resuelva en vida las principales preguntas de la existencia.  Sin embargo, la intuición nos lleva a algunos a concluir que toda esta armoniosa complejidad que damos por sentada no ha podido ser fruto de la casualidad y el azar y que todo tiene un sentido, que somos pequeñas piezas de un gran concierto cósmico.  Sabemos que no estaremos aquí para siempre pero, al mismo tiempo, percibimos que nuestras insignificantes existencias se diluyen en un océano suprapersonal del que también formamos parte y al que retornaremos cuando tiempo, espacio y materia concluyan en un último suspiro.

Mientras tanto, entre nuestras cuatro paredes y bajo nuestro cielo el tictac seguirá avanzando.  En estos días celebramos un nuevo final de ciclo: el año 2019 concluye y abre paso al 2020.  Detrás quedan buenos y malos recuerdos, dolorosas pérdidas y fascinantes victorias que la arena del reloj barrerá cuando una vez más se voltee para comenzar otra cuenta atrás.  Este año 2019 se llevó a mi madre.  Hace justo diez años mi padre se marchó también.  En tantos otros lugares del mundo, millones de familias dieron la bienvenida con alborozo a una nueva criatura.  La materia que una vez dio vida a mis padres se reordenará y dará origen a nuevas formas, repitiendo el ciclo una y otra vez.  Finalmente, el universo terminará enfriándose hasta el cero absoluto y el silencio total de la materia o se contraerá en un Big Crunch a partir del cual se reiniciará el proceso.  Otros universos surgirán y desaparecerán en una loca danza aparentemente sin sentido. 

Terminar y empezar, vivir y morir, perder y ganar son compases de la misma melodía.  Siempre lo ha sido y siempre lo será.  En medio, nosotros, podemos empeñarnos en forcejear contra el avance imparable de esa rueda que todo se lo lleva u observar, aceptar y participar en el concierto del que hemos surgido, al que pertenecemos y en el que, más que estando, seguiremos siendo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario