viernes, 19 de agosto de 2022

Características de Ashtanga Yoga.


¿Qué diferencia a Ashtanga Yoga de otros estilos de yoga?  Suele haber muchas confusiones en torno a la metodología que se imparte en las escuelas tradicionales de Ashtanga Yoga como Ashtanga Yoga Bilbao.  La gente que practica yoga hoy día está habituada a clases en formato guiado en las que todo el mundo va siguiendo o imitando la rutina que marca la persona que dirige la clase y a muchos les cuesta entender que sea posible un formato de clase de yoga no guiada como la que puedes ver en la imagen que acompaña a este texto.  Para ayudarte a entender en qué consiste el método de Ashtanga Yoga, aquí tienes un pequeño listado de características:

  1. Conectado con el yoga original de la India.  Lo que enseñamos no nos lo hemos inventado nosotros: Ashtanga Yoga Bilbao es una escuela reconocida por la escuela original de Ashtanga Yoga de la India en Mysore, sucesora directa de la escuela fundada por T. Krishnamacharya en el Palacio Janganmohan de Mysore en 1933 y enseñamos tal y como han enseñado durante un siglo tres generaciones de maestros indios.  De hecho, a día de hoy, Ashtanga Yoga Bilbao es la única escuela autorizada en Euskadi por Sharath Jois, nieto de Pattabhi Jois y actual paramagurú de Ashtanga Yoga.  Enseñamos un método de yoga que lleva décadas consolidado y que se encuentra extendido por todo el mundo.  Si aprendes con nosotros y te vas de vacaciones o te mudas a vivir a otra ciudad o país, seguramente encuentres cerca de ti una escuela de Ashtanga Yoga donde podrás retomar la práctica que aprendiste con nosotros y continuarla tal y como nosotros te la hemos enseñado.
  2. Origen de muchos yogas.  El padre de Ashtanga Yoga, T. krishnamacharya, es considerado el padre del yoga moderno porque se le reconoce como el principal responsable de que varias modalidades de hatha yoga se divulgaran por el mundo hasta alcanzar el escenario actual en que apenas hay un barrio en el mundo en que no se practique alguna forma de yoga.  Profesores que aprendieron de Krishnamacharya como Iyengar, Indra Devi o Pattabhi Jois divulgaron el yoga de Krishnamacharya por el mundo desde diferentes perspectivas y sus ecos resuenan todavía hoy.  En el caso del Ashtanga Yoga popularizado por Pattabhi Jois, se puede afirmar sin el menor género de dudas que fue el origen de una pléyade de estilos de yoga basados en la práctica de asanas sincronizadas con la respiración que derivaron directamente de Ashtanga Yoga, tales como “Power”, “Vinyasa”, “Rocket” o “Flow”.  En Ashtanga Yoga Bilbao conocerás el “yoga dinámico “, el “yoga vinyasa” original que Krishnamacharya enseñó en la década de 1930 y 1940 y que Pattabhi Jois preservó para el mundo.
  3. Enseñanza personalizada.  Uno de los pilares de la enseñanza de Krishnamacharya a lo largo de toda su vida fue tratar a cada estudiante de forma única.  Debido a que Ashtanga Yoga mantiene su conexión con la manera original en que fue enseñado, la práctica de Ashtanga Yoga se aprende en un formato individualizado.  Desde el primer día, un profesor te enseñará a ti y sólo a ti lo que tienes que hacer como si se tratase de una clase particular.  Nuestro papel como profesores será acompañarte en el proceso de construcción de tu rutina personal y esforzarnos en que desarrolles una práctica de yoga autónoma que al principio será muy sencilla pero que con el paso del tiempo, de forma paulatina, se irá haciendo más larga y compleja.  Ante las dificultades, que no tienen porqué ser las mismas que las de la persona de al lado, te ofreceremos alternativas y ayudas acordes con tus circunstancias para que puedas trabajarlas.
  4. Convivencia de varios niveles.  Si tan sólo llevas dos clases, tu práctica será mucho más sencilla y corta que la práctica de una persona que lleve meses o años. Las dos estaréis practicando en la misma clase pero no haréis lo mismo.  Nuestro papel, en tu caso, consistirá en comprobar que recuerdes lo que te hemos enseñando en las clases anteriores y, quizás, si lo tienes todo claro, enseñarte algo nuevo.  En el caso de la persona que lleve meses o años con nosotros y que ya tiene una práctica establecida, lo que hacemos es corregirle detalles, ajustarle en ciertas posturas para que las experimente con mayor profundidad y ayudarle en posturas concretas que no puede hacer por sí sola.  
  5. Apto para todo el mundo.  Mucha gente tiene la noción de que Ashtanga Yoga es una práctica muy exigente físicamente y que sólo la pueden realizar personas con unas condiciones físicas extraordinarias.  Esto es falso y es debido a que mucha gente no entiende cómo es la práctica tradicional de Ashtanga Yoga.  Como hemos explicado en el punto anterior, en la misma clase conviven personas que llevan muy poco tiempo practicando con personas que llevan meses o años.  La rutina que enseñamos se adapta a cada persona, lo que quiere decir que una bailarina profesional con condiciones excepcionales que practique todos los días y que acumule años de experiencia en Ashtanga Yoga puede acabar desarrollando una práctica muy compleja y espectacular pero, al mismo tiempo, una persona de setenta años y con numerosos problemas de salud que lleve unas pocas semanas practicando tendrá una rutina de práctica mucho más sencilla, adecuada a sus circunstancias.  Estos dos extremos practicarán en la misma clase pero ninguno influirá en la práctica del otro.  El problema que hay con la percepción que tiene el imaginario colectivo con la práctica de Ashtanga Yoga es debido a que, por lo general, son los perfiles como el de la bailarina los que trascienden en las redes sociales y en el resto de medios. 
  6. Horario de entrada libre.  Las clases no empiezan y no terminan en horas rígidas.  Por ejemplo, el primer turno por la mañana es de 7:00 a 8:30, pero abrimos desde las 6:30 de la mañana y la gente puede ir entrando libremente desde las 6:30 hasta las 7:30 o incluso más tarde.  Lo mismo sucede con el resto de turnos; gente del turno de las 8:30 puede ir llegando desde las 8:00 de la mañana.  Los turnos se gestionan mediante una aplicación web para que las clases no se abarroten.  Tenemos un límite de quince personas por clase.  Puedes consultar todos los horario en nuestra web, incluidos los horarios al mediodía que suponen una de las novedades de la temporada. 
  7. Tiempo de práctica flexible.  Como no son clases guiadas en las que todo el mundo empieza y termina a la vez, la práctica de cada persona tiene una duración distinta.  En el caso de que un día concreto tengas prisa, puedes adelantar la hora de llegada y hacer una práctica más corta.  Además, disponemos de dos duchas para que puedas asearte después de la práctica y facilitarte que integres la práctica de yoga en tu rutina diaria.

Si quieres empezar a practicar Ashtanga Yoga con nosotros, tienes dos opciones disponibles: 
  1. Curso de iniciación de fin de semana.  Seis horas de teoría y práctica en un fin de semana para dar tus primeros pasos en el yoga.  El próximo curso tendrá lugar el 8/9 de octubre.  Aprenderás los fundamentos de respiración en torno a la cual se construye el método de Ashtanga Yoga, los saludos al sol y una secuencia de once posturas de pie y tres posturas de cierre.  Además, conocerás los cimientos filosóficos sobre los que se asienta el yoga, descubrirás cómo fue la expansión de las principales escuelas de yoga desde la India al resto del mundo y te explicaremos el aspecto terapéutico y energético de lo que se realiza durante la práctica.  Ver más detalles.
  2. Ofertas de iniciación: 30 o 60 días de práctica ilimitada.  Empieza a practicar en las clases regulares viniendo todo lo que quieras.  Tenemos clases para principiantes de lunes a viernes por la mañana, mediodía y tarde.  ¡Te lo enseñaremos todo desde cero!  Además puedes empezar en cualquier momento del mes.  Por ejemplo, si escoges la oferta de iniciación de 30 días y empiezas el jueves 8 de septiembre, podrás acudir a todas las clases que quieras hasta el 7 de octubreVer más detalles.

Regresamos el 30 de agosto.  Si te interesa conocer Ashtanga Yoga, consulta nuestra web o... ¡ponte en contacto con nosotros!  

viernes, 9 de octubre de 2020

Reflexiones coronavíricas.

El ave fénix resurge de sus cenizas.

Pues lo hemos cogido.  Las autoridades sanitarias lo saben, los estudiantes de Ashtanga Yoga Bilbao ya lo saben, nuestros familiares y amigos ya lo saben y a partir de ahora también lo saben los lectores del blog.  El lunes 28 de septiembre a Nines le aparecieron unos sarpullidos que cubrían buena parte de su espalda y piernas.  Eran unas erupciones similares a las que provocan ciertas alergias alimentarias, pero leímos que se encuadraban dentro de la sintomatología de COVID-19 y llamamos a Osakidetza.  Desde ese mismo momento quedamos en cuarentena.  La prueba PCR de Nines arrojó un resultado positivo y, dos días después la mía también.  ¡Tenemos el coronavirus!

Una semana después, puedo afirmar que nos contamos entre los casos con síntomas leves.  Salvo algún que otro esporádico episodio de dolor de cabeza, no hemos detectado nada de lo que preocuparse.  Las personas de Osakidetza, médicos y enfermeros, que han estado en contacto con nosotros, nos pedían que estuviéramos atentos por si presentábamos dificultad a la hora de respirar.  Han sido días de frío y en casa no han encendido la calefacción central, por lo que ha habido estornudos y toses pero nada de lo que alarmarse.  Para nosotros no ha alcanzado siquiera la categoría de simple resfriado, y al tercer día de encierro incluso le desaparecieron a Nines los sarpullidos.

Me imagino que este es el problema del virus: la facilidad que tiene para pasar desapercibido en algunos casos saltando así con facilidad de persona en persona hasta que finalmente golpea a alguien con dureza.  Si no fuera por la situación que está atravesando el mundo, nuestra experiencia personal nos habría llevado a pensar que se trata de un virus de risa, totalmente inofensivo.  En los últimos años recuerdo haber tenido algún resfriado que me dejó doblado durante una semana entera sin poder moverme ni apenas practicar.  En el caso del coronavirus, en cambio, aunque sí que haya sentido algunas leves molestias, en realidad no me he visto impedido en nada.  

Una máxima ha dominado mi compromiso con la práctica de Ashtanga Yoga durante estos últimos quince años: si estoy lo suficientemente bien como para ir a trabajar, entonces estoy lo suficientemente bien como para practicar.  Durante mi estancia en Madrid ello me llevaba a no buscar excusas en la pereza y hacer callar esa vocecita que de cuando en cuando susurraba al oído que me tomase un descanso: ¿Has estado ocho horas sentado en tu oficina?  ¿Sí?  Pues entonces ahora te toca esterilla.  En todos estos años, tan sólo recuerdo haberme saltado días de práctica cuando estuve de baja alrededor de un mes por apendicitis a comienzos del 2008, cuando estuve de baja tres días por una infección de garganta en el 2010 y cuando estuve de baja una semana cuando me hice un esguince de tobillo tras pisar un socavón en la carretera en el 2013.  Ahora con el coronavirus estoy de baja de nuevo.  La seguridad social me ha tramitado una baja no sé si por enfermedad o por accidente.  Y sin embargo, a pesar de no he podido ir a trabajar y de que en teoría en mi interior ha debido de estar proliferando un virus letal que ha ocasionado una pandemia global y matado a cientos de miles de personas, me he sentido lo suficientemente bien como para no dejar de practicar un solo día.  Ni siquiera el día de descanso semanal de rigor.  Estoy todo el día en casa así que, ¿para qué descansar el domingo?

Este periodo de encierro me ha traído recuerdos amargos de los largos meses de confinamiento durante la pasada primavera.  La sensación es mucho más dulce porque parece claro que nuestra integridad personal no se va a ver amenazada y porque somos conscientes de que a finales de esta semana ya habrá terminado.  Diez días de encierro, de sacrificio personal por el bien de la sociedad se pueden sobrellevar con relativa facilidad.  Sin duda, mucho mejor que los tropocientos días de arresto domiciliario que tuvimos que tragarnos entre marzo y junio y que resultaron completamente insoportables.  Lo peor es que, por hache o por be, por la falta de previsión de los políticos, por la irresponsabilidad de los ciudadanos o por lo incontenible que se ha revelado el virus, ahora mismo la sociedad se encuentra en una situación muy similar a la de hace seis meses.

Aunque desde el punto de vista sanitario aún no se pueda hablar de colapso, lo cierto es que las sensaciones que se respiran son muy desagradables.  La sociedad funciona a medio gas, con el culo apretado y temiéndose que en cualquier momento todo pueda venirse abajo. Ahora más que nunca está presente el miedo.  Miedo a la enfermedad.  Miedo a la ruina económica.  Miedo al colapso social.  Pero también miedo a cruzarte con gente por la calle, a entrar en el supermercado, a cenar en un restaurante, a acudir al gimnasio o a clase de yoga, a saludar a tu vecino en el portal, a estrechar la mano de tu compañero de trabajo, a besar a tu madre y a tus hijos.  Miedo a no saber si seremos víctimas o verdugos, si acabaremos contagiados con un tubo metido en la garganta o si enviaremos a algún otro al hospital.  Las relaciones interpersonales se han descompuesto y la incertidumbre respecto a lo que depara el futuro nos atenaza a todos.  

El miedo es el padre de las fatalidades.  Por miedo los seres humanos hemos hecho cosas que nunca creeríamos posible de nosotros mismos: hemos robado, hemos asesinado y nos hemos comportado como bestias.  Por miedo naciones enteras han ido a la guerra.  El miedo es un instinto atávico que desempeñó un papel fundamental en nuestra supervivencia durante el proceso evolutivo.  Los seres humanos primigenios que sentían miedo ante las amenazas tenían más probabilidades de sobrevivir que los temerarios que ignoraban las señales de peligro de la naturaleza.  Sin embargo, el miedo tiene también un componente irracional que nos aboca a situaciones de estrés innecesarias y que demasiado a menudo se convierte en el rector de nuestras acciones.  Echad un vistazo si no a la televisión durante estos días.  Ojead un periódico.  El miedo se palpa por todos lados.  El miedo se esgrime como una arma arrojadiza contra el rostro del rival.



Se dice que el Buda, iluminado ya, caminaba tranquilo por el campo, cuando de repente entre los arbustos apareció una serpiente.  Instintivamente, el Buda se sobresaltó y trató de protegerse.  Resultaba que el Buda, aunque hubiera logrado superar las ataduras del deseo, aún tenía miedo a la muerte.

Una de las tareas más difíciles que el estudioso de los Yoga Sutras tendría ante sí sería la de destacar un sutra por encima de los demás.  Tal es la relevancia del maravilloso compendio de sabiduría que legó Patanjali.  No osaré cometer yo semejante imprudencia, aunque en el día de hoy sí que me voy a referir a uno que siempre he tenido muy presente y al que menciono en numerosas ocasiones: el 2.3, en el que el sabio cita los kleshas, los venenos, las cinco causas del sufrimiento humano:


2.3
अविद्यास्मितारागद्वेषाभिनिवेशाः पञ्च क्लेशाः॥३॥
Avidyāsmitā rāga dveṣābhiniveśāḥ pañca kleśāḥ||3||
La ignorancia (avidyā, ausencia de realidad en la conciencia), el egoísmo (asmitā), la atracción (rāga) y la repulsión (dvesha) por los objetos, y un aferramiento desmesurado (abhinivesha) (por la vida) son las cinco grandes aflicciones (kleshās).

La ignorancia, avidyā, es el primero de los venenos y del cual surgen los demás.  La ignorancia nos lleva a creer que somos la carcasa externa que hemos creado y que nuestra felicidad depende de que logremos satisfacer sus pasiones.  Pero el miedo a la muerte (o el apego a la vida) es el último en desaparecer, tal y como evidenció el propio Buda.  Y de hecho, si nos fijamos bien, el miedo está presente en todos los demás.  El miedo brota de la ignorancia.  El miedo aparece cuando nuestro ego se ve amenazado, cuando algo o alguien ataca el disfraz de convicciones que nos cubre.  El miedo hace acto de presencia también cuando no conseguimos algo que nos gusta, o bien cuando algo que nos provoca rechazo se acerca a nosotros.  Del miedo se alimentan la ira, la envidia, la codicia, el orgullo y también la propia ignorancia y el deseo. 

Ninguno estamos libres de miedo.  Si ni siquiera el mismo Buda logró deshacerse de él, ¿cómo podemos nosotros aspirar a desterrarlo de nuestras vidas?  En Ashtanga Yoga Bilbao nosotros también vivimos el miedo.  Tras más de dos meses cerrados de marzo a mayo, ¿volverán los alumnos?  ¿Será viable la escuela en la crisis del coronavirus?  ¿Podremos pagar las facturas?  ¿Podremos comer?  Y ahora que hemos tenido que cerrar durante casi dos semanas, ¿la gente se atreverá a regresar?  ¿Habremos contagiado a alguien?  ¿Llenaremos las clases?  ¿Se apuntará gente nueva al curso de iniciación?  ¿Nos confinará el gobierno otra vez?  ¿Cerrará gimnasios y escuelas de yoga?  ¿Regresaremos a Mysore algún día? 

Haya o no haya coronavirus, el miedo, la incertidumbre, la falta de seguridad, siempre estarán allí en mil y un formas.  Pretender luchar contra ello es inútil, por no decir ingenuo.  En la vida pocos pasos se pueden dar con la certeza de estar acertando y no incurriendo en ningún riesgo.  Y por lo general no hay segundas oportunidades: algunos trenes sólo pasan una vez y en un instante tienes que decidir si subirte a él o dejarlo pasar.  Un instante para decidir y toda una vida para preguntarte qué habría pasado si hubieras escogido el otro camino.

Los que llevamos un tiempo en esto del yoga sabemos que nuestra práctica encuentra su verdadero propósito precisamente en esta clase de situaciones.  En los próximos días se cumplirán quince años desde que conocí Ashtanga Yoga y empecé a practicarlo.  Si tuviera que destacar un solo motivo que explique que haya mantenido una práctica consistente durante tanto tiempo, sería éste: porque me hace sentir bien.  En primer lugar, me hace sentir bien físicamente.  Cuando termino de practicar me siento más lleno de energía, más vital, más suelto, más contento.  Es una percepción subjetiva pero también un dato objetivo: la práctica me ha mejorado físicamente en estos quince años porque ahora con cuarenta y un años mi cuerpo me permite hacer cosas que con veintiséis años ni me imaginaba que serían posibles.  Pero también, me hace sentir bien en el plano de las emociones.

Seguramente me cuente entre las personas más racionales que has conocido.  Soy puro intelecto, pura lógica, pura razón.  Disfruto absorbiendo información, bien sea histórica, científica, filosófica o tecnológica.  Me gusta analizar y recrearme en el ordenamiento cuadriculado de las cosas.  Para que te hagas una idea, cuando me cuesta dormir me relaja repasar mentalmente la formación de una legión romana tras las reformas marianas.  Para mí es como contar ovejitas.   

Esta clase de mentes vienen muy bien para algunas cosas pero no tanto para otras.  Muy a mi pesar, muchos de los aspectos en la vida del ser humano no pueden ser objeto de un riguroso análisis y resolverse a través de la lógica.  Sobre todo en el caso de las relaciones humanas, aunque también en numerosas otras situaciones, lo que acontece es el resultado de una gran cantidad de factores y agentes muchos de los cuales resulta imposible tener bajo control.  Esta situación que estamos viviendo ahora mismo es un claro ejemplo.  Al comienzo de la semana del 29 de septiembre estaba preocupado tratando de cuadrar a todos los estudiantes dentro de los turnos de clases que habíamos establecido, considerando si abrir o no abrir el turno adicional de las 17:00 y al mismo tiempo preparándome mentalmente para un nuevo curso de iniciación que se iba a celebrar en el fin de semana del 3/4 de octubre y que ya estaba completo.

Cada detalle iba encajándose a la perfección cuando, de pronto, nos cayó encima la losa del coronavirus.  Todos los planes al traste; ni clases ni curso, la perspectiva de tener que enfrentarnos a una enfermedad que en no pocos casos se ha revelado mortal y la duda de si habremos contagiado a alguien en el proceso.  Nuestro querido Tomás Zorzo lo expresó en cierta ocasión con estas palabras magistrales: "Crees que tú estás viviendo la vida, pero en realidad es la vida la que te vive a ti." 

¿Y cómo encaja semejante contrariedad una mente tan cuadriculada?  Pues curiosamente, muy bien.  El riesgo a nuestra salud, la frustración ante la inactividad y el previsible palo económico están ahí, pero lo cierto es que el estrés, la ansiedad o el miedo, no han llegado a hacer mella.  Estos días están siendo algo parecido a unas vacaciones.  Nines confinada en su habitación y yo en la mía, nos hemos reunido en el pasillo para jugar al parchís con mascarilla.  Entretanto, he estado practicando, jugando con el gato, viendo películas, escribiendo y solazándome.  La enfermedad progresaba levemente e iba dejando sus señales: dolor de cabeza, alguna que otra tos, un estornudo... al cabo de unos días se diluyó hasta el cero absoluto y ahora nos encontramos ya al final de la segunda semana y en un tris de regresar a la -nueva. normalidad. 

Realmente siento que detrás de esta reacción se encuentra el bagaje de quince años de práctica de yoga.  Podría llegar a pensarse que la práctica de Ashtanga Yoga sostenida durante un largo periodo de tiempo tan sólo contribuye a convertir a la persona en cuestión en un gimnasta/acróbata/contorsionista más o menos avezado, aunque desde mi punto de vista eso sería una manera terriblemente parcial de entender este método.  Trabajamos con el cuerpo, sí, trabajamos con la musculatura y la tonificamos y la flexibilizamos.  Muchas de las posturas pretenden también estimular la depuración de los órganos mediante su compresión, su estiramiento, su relajación y la sudoración.  Podría ser objeto de debate si esta terapia de los órganos mediante la ejecución de asanas resulta realmente efectiva.  En cambio, lo que no creo se pueda discutir es que en el centro de toda esta coreografía física se encuentra la respiración y que este trabajo con la respiración es el que eleva la práctica de Ashtanga Yoga más allá del plano puramente físico.  Podría alargarme aquí hasta la extenuación, pero no creo que haga falta.  Un sinfín de tradiciones en todo el mundo durante miles de años han identificado el trabajo sobre la respiración como un aspecto crucial a la hora de modificar los estados de la mente humana.  No entendemos todavía bien los mecanismos que lo hacen posible, pero lo saben los budistas, lo saben los yoguis y lo saben también los psicólogos modernos, quienes en pleno siglo veintiuno están redescubriendo el trabajo con la respiración, reempaquetada con la etiqueta de mindfulness y prescribiéndosela a sus pacientes azotados por el estrés, la angustia y la depresión.

La práctica de Ashtanga Yoga es muy poderosa.  Muy mal tiene que estar haciéndola uno para que la mantenga durante un periodo de meses o años sin sentir repercusiones.  Las fotos que retratan la práctica física no recogen que cada movimiento se ha realizado sobre una respiración, que la mirada se ha dirigido a puntos concretos, que el tacto se ha situado en partes específicas del cuerpo, que toda la rutina estaba integrada en el interior del practicante, quien no requería de ningún póster ni ninguna guía externa.  Ha sido un ejercicio de atención presente llevado a cabo durante alrededor de hora y media, un entrenamiento para la mente que sostenido en el tiempo difícilmente pasará desapercibido.

Las consecuencias a largo plazo llegan a nivel mental.  Quizás en el futuro la neurología halle respuestas concretas; por el momento tan sólo cabe hablar de las "sensaciones" que tenemos los practicantes, la gente que ha incorporado el yoga a su vida y que, no sabe muy bien cómo, se siente más feliz, menos ansiosa, más positiva, menos desquiciada o más creativa.  Mi impresión es que, de forma paralela a la práctica externa, lo interno también se está viendo modificado.  Es como si en el cerebro se hubieran establecido nuevas conexiones neuronales que, por un lado, te permiten resolver problemáticas puramente físicas, intuir dónde se encuentra cierta parte de tu cuerpo sin tener que mirarla, familiarizarte con las sensaciones que te llevan a resolver una postura de la manera correcta, conocer cuáles son tus límites y discernir si puedes llegar más lejos o si mejor ese día debes aflojar y, por el otro, alteran ciertos hábitos de comportamiento que nos vienen de serie y que, al calor del yoga, se matizan.

Si el Buda no logró librarse del miedo a la muerte, tengo serias dudas de que ninguno de nosotros logremos librarnos del miedo por completo.  Lo que sí creo que puede lograrse mediante el yoga es suavizar la "letalidad" de los cinco venenos.  Practica yoga y no lograrás erradicar por completo el deseo, aunque quizás si logres que, cuando no alcances tus objetivos o cuando lo que te agrada se aleje de ti, tal vez no te sientas tan abatido como te habrías sentido en otro momento.  Practica yoga y no desaparecerá de ti la aversión.  Pero tal vez, cuando te encuentres de frente ante algo que te provoca un profundo rechazo, cuando a tu puerta llegue una terrible noticia, la encajarás con moderada calma.  Tu ego seguirá estando ahí y es probable que, lejos de suicidarse, intente sacar pecho y no te permita arrojar por el retrete la colección de ideologías y adhesiones que has estado acumulando desde que tus ojos se abrieron al mundo y que han conformado la imagen que tienes de ti mismo.  Sin embargo, es probable que también en esto halles cierto punto de equilibrio.  Llegado este punto, aunque sin duda no te hayas convertido aún en un sabio, puede que sí te encuentres un pasito más alejado de la ignorancia que cuando empezaste.  No habrás resuelto el gran dilema de la vida y, al final, la muerte se acercará y tú también tendrás miedo.  Pero, ¿quién sabe?  Quizás estés a una sola vida de distancia de resolverlo...

miércoles, 1 de abril de 2020

¿Tolera Dios el coronavirus?

Josse Lieferinxe.  San Sebastián intercediendo por la Peste Negra.  Finales s. XV

Hoy parece que el mundo se ha sumido en la catástrofe y que todas las estructuras sociales se han venido abajo.  A una escala mucho menor por supuesto, pero curiosamente durante los últimos meses mi vida había sufrido también un particular cataclismo.

El fallecimiento de mi madre Pilar el pasado mes de octubre nos condujo a mi hermano y a mí a una situación inaudita: el domicilio familiar en el que los dos habíamos crecido y que había permanecido a modo de ancla hacia nuestros orígenes, por primera vez, se encontraba vacío.  Nuestro padre Fernando falleció de manera inesperada en el año 2009 víctima del cáncer; mamá -era de Santander y no le gustaba que la llamasen ama- renqueó durante años con un corazón débil y malos hábitos hasta que al final se apagó.

Ellos se fueron pero la casa seguía ahí, repleta de recuerdos. Tras casi cincuenta años de rodaje, mi hermano y yo decidimos que había llegado la hora de hacerle unos arreglos  Una empresa se encargaría de la reforma, pero antes había que despejar las habitaciones de trastos y libros.  Sobre todo libros, porque nuestro padre había cultivado una afición desmedida, casi diogénica, por los libros, y durante largas décadas los había estado amontonando en armarios y estanterías por toda la casa en cantidades extraordinarias.  Mi pobre madre no se había sentido con fuerzas de poner orden en aquel desaguisado y los montones de libros continuaron acumulando polvo y ácaros.

Pilar, sentada a la izquierda y Fernando, de pie a la derecha junto a su hermana.  Mi hermano y yo entre nuestros abuelos paternos.  Primera Comunión 1989.

Había mucho que tirar, aunque tampoco queríamos que un trapero arramplara con todo y se llevara por delante objetos valiosos y recuerdos entrañables.  Mi hermano tiene dos hijos, un trabajo con horario de oficina y viajes casi todos los fines de semana, así que finalmente fui yo, que merced a mi trabajo "bohemio" y sin menores a mi cargo dispongo de más tiempo, quien dio un paso adelante y me sumergí en la ímproba tarea de distinguir entre lo que iría al contenedor y lo que permanecería.

El trajín me llevó muchas semanas y resultó una experiencia a ratos entretenida y a ratos dolorosa.  Rebuscar entre libros, archivos y pertenencias personales de tus padres entre las cuales nunca habrías osado asomar la nariz mientras estaban en vida es lo más parecido a abrir una caja de Pandora.  Quedémonos con lo positivo y diré que entre la numerosa morralla han habido sorprendentes hallazgos: juguetes de la infancia, cartas de mis abuelos, libros geniales leídos hace décadas y olvidados, álbumes de fotos de cuando mis padres eran jóvenes, de su boda, de cuando nosotros éramos bebés, acuarelas inéditas de mi padre, gran aficionado al arte y en especial a la pintura, el carné universitario de la Complutense y las últimas calificaciones en medicina de mamá...  

Entre estos descubrimientos se encuentra el relato publicado antes de esta entrada.  A mi padre le interesaban muchos temas, y una parte importante de su biblioteca la ocupaban libros de ocultismo, parapsicología y similar.  Tenía la bibliografía completa de Juan José Benítez, un periodista muy en la línea de Fernando Jiménez del Oso que escribe sobre OVNIs y extraterrestres.  Recuerdo que de adolescente leí las dos primeras partes de Caballo de Troya, una serie de libros en las que se narraba cómo el gobierno de los Estados Unidos utilizó una máquina del tiempo para enviar a un agente al pasado a encontrarse con Jesucristo durante sus últimos días y estudiar científicamente sus milagros, muerte y resurrección.  La colección Caballo de Troya me la he quedado por si se me ocurre terminar de leerla, pero el resto lo he apartado porque tampoco es que J. J. Benítez me apasione como para guardar tres docenas de libros suyos.  El resto, excepto un pequeño ejemplar insólito de La Otra Orilla en el que J. J. Benítez se aparta de su temática y formato habitual y escribe una serie de relatos cortos.

J. J. Benítez.

El libro en cuestión lo recordaba sobre todo por el relato "¿Tolera Dios el mal?" que habéis podido leer.  Soy consciente de que J. J. Benítez no forma parte de la "alta literatura" y que puede ser calificado algo así como el Ikér Jiménez de los escritores que nunca ocupará un lugar privilegiado en las hemerotecas, pero reconozco que me gusta su estilo y este relato en particular me parece genial.  Hay que leerlo con cuidado y tomarse su tiempo o pasarás por alto el giro que da en los últimos dos párrafos.

La pregunta que hace las veces de título es uno de los grandes enigmas ya no diré de la Teología, sino de la Humanidad entera, y en una situación como la que vivimos actualmente, en la que la tercera parte -por el momento- de la población mundial vive confinada en sus casas y decenas de miles han muerto, todo por culpa de un virus, un organismo insignificante al que ni siquiera se considera ser vivo, viene muy a propósito.  ¿Quién nos castiga?  ¿Qué hemos hecho para merecerlo?  ¿Qué lección se nos quiere enseñar?

El relato del señor Benítez deja en manos del lector las conclusiones.  Por un lado se puede inferir que las pobres hormigas son unas ilusas ignorantes por creer que el coloso al que adoran pueda ser la solución a sus problemas.  Por el otro resulta interesante la idea de que el pastor piense que sólo él es el desgraciado y que la vida de las hormigas es muy simple y dichosa, mientras que a su vez ellas piensan que él es el ser todopoderoso al que nada aflige.  Ese concepto de que todo lo malo le pasa a uno y que los demás no tienen problemas está muy extendido.  Al final, cualquiera puede darse cuenta de que tanto las hormigas como el pastor están sujetas a poderes externos que escapan a su control y que el Dios al que imploran nunca evitará que surjan obstáculos en su camino.

Así como el relato de J. J. Benítez puede ser interpretado de muchas maneras, las lecturas ante una situación como la que nos ocupa hoy son múltiples, casi tantas como personas.  En mi caso, el sentimiento que me invadió cuando se desató la crisis sanitaria y el país entero hubo de encerrarse en casa fue el de fragilidad, una fragilidad que reconocía sin dificultad en mí pero que ahora se había revelado en un fenómeno global.


Todos buscamos la felicidad.  A veces nos lo ponemos sumamente complicado pero no cabe duda: queremos ser felices y la felicidad es el motor principal de nuestros actos, posiblemente el gran motivo por el que asumimos innumerables sacrificios e invertimos enormes esfuerzos durante buena parte de nuestra existencia, y también la causa por la que cometemos un sinfín de estupideces.  No percibimos que haya nada de malo en ello sino que nos parece una tendencia natural, legítima.  La felicidad, comprada a tan alto precio, se sostiene sobre muchas patas, que van desde la salud física hasta el bienestar económico, pasando por la realización personal y profesional y la satisfacción social y afectiva.  Nunca alcanzamos una felicidad completa pero sí que logramos encadenar aquí y allá ciertos hitos que nos mantienen estables en ella durante largos periodos y que nos imprimen la noción de que la vida, esa azarosa aventura sembrada de sufrimiento, merece la pena ser vivida.

Una vida que, lo sabemos, tiene una fastidiosa tendencia a invocar acontecimientos que alteran ese estado de felicidad y nos sacan fuera de los márgenes que consideramos aceptables: fracasos laborales, rupturas sentimentales, palos económicos, pérdida de seres queridos, enfermedades...  Creemos tenerlo todo bajo control pero, en realidad, basta con que se quiebre una sola de las patas que nos sostienen para que todo el tinglado se venga abajo y nos hundamos en el abismo.  Cuando estamos en lo más alto nos sentimos pletóricos, invencibles, pero una mala noticia y en un instante besaremos el fango.

Hace un par de años padecí un cólico nefrítico.  Recuerdo que fue una mañana ideal: me levanté, hice una práctica perfecta, desayuné, me duché y a las siete empezó a llegar la gente de la sesión Mysore en Ashtanga Yoga Bilbao.  A eso de las 9:30 apareció un ligero dolor en mi zona lumbar izquierda: "Qué raro, ¿habré forzado en kapotasana?", y al cabo de unas horas me encontraba postrado en cama sin poder moverme ni apenas articular palabra: comenzaba una semana de auténtica pesadilla sin prácticas perfectas ni desayunos ni duchas ni clases ideales.

Así somos de frágiles, de vulnerables.  Prodigio de la evolución, sí.  Maravilla de la naturaleza.  Obras maestras compuestas de billones de células perfectamente sincronizadas, con multitud de tejidos y órganos sometidos a una consciencia que a sus órdenes son capaces de componer poesía, tocar instrumentos, construir rascacielos, diseñar aviones, surcar los siete mares y practicar la quinta serie de Ashtanga Yoga, pero al que una piedra de calcio tan pequeña que precisó de dos ecografías para ser detectada le hace hincar la rodilla, anula por completo todas sus capacidades y le obliga a centrar en ella su entera atención.

Piedras en el riñón, torceduras de tobillo, accidentes de tráfico, cánceres, despidos improcedentes, caídas de bolsa y toda clase de contrariedades nos acechan.  No queremos que nos pase a nosotros y cuando al vecino le ocurre pensamos: "Buf, menos mal que a mí no."  Pero de una u otra manera a todos nos llega; en último término si todo ha ido bien aguardan la decrepitud y la muerte.  El ser humano vive como si no fuera a morir nunca y muere como si nunca hubiese vivido, dice un viejo cuento oriental.



Lo extraordinario de todo lo que está pasando con el asunto este del coronavirus es que, por primera vez en mucho tiempo, una desgracia nos golpea a todos por igual.  Cuando sube la gasolina o cuando acontece una crisis económica siempre hay elementos de la sociedad que se benefician, a los que les viene bien aquello que muchos perciben como algo malo: magnates del petróleo, especuladores y fondos buitre que saben sacar provecho del río revuelto.

Ahora, una tercera parte del mundo permanece encerrada en casa, acorralado por este inesperado microscópico agente biológico.  Hablé por teléfono con David Williams, el antiguo profesor de Ashtanga Yoga afincado en Hawaii, y me contó que en su remota isla en medio del Pacífico sólo tienen veinticinco casos todavía pero que aún así se han quedado todos en casa, han dejado de llegar turistas y entran en las tiendas de uno en uno con guantes y máscara,  La todopoderosa sociedad tecnológica se tambalea sin que importe dónde vivas, la aldea más pordiosera de la India o el apartamento más lujoso de Manhattan: el virus no distingue entre nacionalidades ni economías

Es decir, de la misma manera que una piedra en el riñón dejó en evidencia mi fragilidad, el virus ha hecho lo propio con la sociedad humana.  Hemos conquistado el espacio, explotamos los recursos del planeta a escala industrial y disfrutamos de un nivel tecnológico que hace apenas un siglo ni los más imaginativos autores de ciencia ficción habrían llegado a soñar.  Los seres humanos nacen y mueren, sí, pero la humanidad en su conjunto se cree invulnerable. Tonteamos peligrosamente con la ecología y, aunque parezca que la temperatura sube unas pocas décimas, se fundan algunos glaciares y se extingan especies, no pasan de meras advertencias que paliamos tomando tímidas medidas; en realidad, sinceramente: ¿quién nos puede derrotar?  Nuestra ciencia nos lleva a comprender los confines del Universo y contamos con armas nucleares capaces de vaporizar ciudades enteras en cuestión de minutos así que, ¿en verdad puede asustarnos nada?  Pues no hay mucho más que decir; aquí lo tenemos delante de nuestros ojos: un virus nos ha dejado en cueros y no podemos hacer otra cosa que acurrucarnos en nuestras madrigueras y capear el vendaval.  Gigantes con pies de barro.

Gran Vía de Madrid, desierta.
A la pregunta acerca de si Dios tolera el coronavirus y otros males, hay que responder de manera transversal: ¿qué hay que entender por mal?  Desde cierto punto de vista, nosotros podemos ser el mal.  Se dice que ahora que los humanos no se dejan ver fuera, los animales están recuperando territorios que les habían sido vedados tales como playas y parques.  También, los menores niveles de tráfico rodado y actividad industrial han reducido la contaminación atmosférica.  Así que desde la perspectiva del planeta el confinamiento o, porqué no decirlo, el exterminio del ser humano suena como una noticia excelente.

Si por un momento nos olvidáramos de nuestra naturaleza humana y en una colosal e irreverente pirueta nos pusiésemos en la “piel” de Dios, de esa supuesta entidad suprema que lo rige todo, es muy probable que adquiriéramos una percepción muy distinta de la que tenemos de la dualidad bien-mal.  Para empezar, en la inabarcable obra de Dios el mal convive en el bien y viceversa; los ciclos implacables de destrucción y creación, la constante transformación de la materia y energía en otras formas, la tendencia constante al desorden o, dicho en una palabra, la impermanencia, vienen de serie.   Por lo poco que sé de filosofía de las religiones, lo más probable es que una de las cualidades de ese inalcanzable Dios sea la más absoluta de las ecuanimidades, un perfecto equilibrio entre opuestos: bien y mal, luz y oscuridad, salud y enfermedad.

Así pues, resulta más que evidente que Dios permite que suceda el mal o, mejor dicho, que acontezcan cambios que los sentidos subjetivos de los seres que pueblan Su creación perciban como estímulos negativos en contraposición a otros que sean considerados positivos.  De hecho si no hubiera mal, seguramente el bien no sería distinguible.  Si las fresas tuvieran el mismo sabor que las piedras, ¿nos molestaríamos en ir a buscar fresas o mordisquearíamos cualquier guijarro?  ¿Seríamos capaces de distinguir a las personas honradas si no hubiera sinvergüenzas?  Y por último: ¿realmente podríamos ser libres dentro de un mundo en el que no existiera la posibilidad de hacer el mal?,  ¿tendría sentido la vida en semejante escenario de ausencia de mal y, en consecuencia, de no libertad?  


No, Dios no nos ha enviado el coronavirus; no quiere castigarnos a nosotros ni tenía la más mínima intención de ponerles las cosas difíciles al pastor y a las hormigas del cuento de J. J. Benítez.  Las inundaciones, los incendios y la pandemia forman parte de un mundo en continua transformación y desorden dentro del cual actuamos en libertad pero sobre el que, a menudo muy a nuestro pesar, tenemos una capacidad limitadísima de influir. 

En el Atmabodha Upanishad existe una metáfora preciosa para explicar la relación entre atman, el individuo, y brahman, el todo.  Atman es la ola que surge del océano de brahman y que, como toda ola, después de su breve despliegue de belleza acuática regresará a brahman.  Mientras somos ola somos agua, pero cuando dejamos de ser ola y nos fundimos en brahman, seguimos siendo agua.  Cada vida es una excrecencia del Todo.  Casi podemos pensar en cada uno de nosotros como un náufrago encaramado en una precaria balsa sobre la cresta de su ola, pretendiendo tenerlo todo bajo control y rogándole al mar que le obedezca y no le haga sufrir, momentos antes de que la ola rompa.  El agua de la ola es el atman, nuestra verdadera naturaleza, mientras el náufrago es el ego, quien se ha empoderado ensoberbecido, se cree lo más importante del Universo y espera que el viento sople a su son.  El náufrago, lo acepte o no, tiene los segundos contados: en unos instantes la ola se hundirá en el mar, el ego desaparecerá y de nuevo sólo quedará atman diluido en brahman.  Después, una ola volverá a surgir y el ciclo se repetirá. 

A modo de conclusión escribiré acerca de lo que opino debería hacer cada uno.  En primer lugar, desesperarse, quejarse y clamar al Cielo o a la Moncloa son gestos estériles que sólo contribuyen a generar más ruido.  Lo que no se hizo en su momento no se puede hacer ya, y ahora lo que nos queda es que cada cual actúe según su deber.  En lo que respecta a la mayoría de nosotros, la tarea es bien sencilla: quedarnos en casa y contribuir lo menos posible a la proliferación de la enfermedad.  Un esfuerzo menor, teniendo en cuenta el terrible peso y responsabilidad que recae sobre los desbordados sanitarios y los políticos con sus palos de ciego.  En cierto modo incluso hasta tiene algo de poético ver a la Humanidad unida en algo por vez primera.  En esta crisis no hay distinción entre naciones ni clanes ideológicos; el virus no conoce fronteras.  Aprendamos de los errores y rememos juntos.

¿Tolera Dios el mal?

Cesare Maccari.  Cicerón denuncia a Catilina. s. XIX.

Cuenta la leyenda que los habitantes de aquel mundo, cansados de soportar tantas calamidades, decidieron celebrar una magna asamblea.  Y a la llamada de los líderes acudieron seres de todas las razas y rincones de aquel remoto lugar.

Todos, por igual, se sentían desgraciados.  Las lluvias inundaban sus campos y aniquilaban a sus gentes.  El fuego arrasaba sus ciudades y bosques.  Las enfermedades diezmaban las poblaciones y los enemigos se abatían sobre sus pueblos, sembrando la muerte y la destrucción.

Y aquellos seres, profundamente creyentes, se lamentaban en los siguientes términos:

— ¿Por qué tolera Dios el mal? ¿Qué utilidad le reporta tanta catástrofe y desatino?

Después de arduos debates, aquella asamblea decidió interrogar a Dios sobre tan clara injusticia.

Una comisión de príncipes y ministros de las iglesias se dirigió entonces a la llamada "Montaña Sagrada" donde Dios había sido visto con frecuencia.

El resto del pueblo, en hilera y a una prudencial distancia, siguió a sus sacerdotes.

Al alcanzar la cima, los sumos pontífices, en efecto, descubrieron la figura inmensa, casi infinita, de su Dios.  Y postrándose de rodillas, formularon estas preguntas:

 — ¿Oh, poderoso Dios! Dinos: ¿por qué consientes tanto mal?  ¿Por qué envías la lluvia que inunda nuestras tierras?  ¿Por qué permites la esclavitud? ¿Por qué nos arrojas en manos de nuestros enemigos?

Y aquel poderoso ser dejó de tocar la flauta y, dirigiendo la mirada hacia la larga fila de hormigas, movió la cabeza en señal de desaprobación, al tiempo que lamentaba con sus ovejas:

— ¿Por qué tolera Dios tanta injusticia?... ¿Por qué nos envía la lluvia y el pedrisco? ¿Por qué nos exige que trabajemos de sol a sol mientras éstas sólo tienen que alargar la mano para recoger el grano?



J. J. Benítez.  La otra orilla (pág 25-26).  1992.


Arnold Böcklin.  La queja del pastor. 1866.

lunes, 30 de diciembre de 2019

Hijos del caos.


En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios.
Éste era en el principio con Dios.
Todas las cosas por Él fueron hechas, y sin Él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho.
En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella.
San Juan 1:1-5

Lo llamaron Big Bang.  Una gran explosión que fue el origen de todo.  Antes, la nada.  O lo que nuestros cerebros, tristes herramientas pensantes constreñidas a un espacio de tres dimensiones y una línea de tiempo de una sola dirección, entienden por nada.

El caos dominaba la creación. En los primeros instantes, del orden de picosegundos después del Big Bang, cobraron forma las leyes físicas bajo las que se gobernaría todo.  Sin embargo, la temperatura era demasiado elevada como para que se formaran siquiera partículas subatómicas y un caldo opaco de borboteante magma constituido por radiación y precursores de materia abarrotaba el espacio en expansión.   

Materia... y antimateria.  Un microsegundo después del Big Bang la temperatura bajó lo suficiente como para permitir la aparición de un sinnúmero de partículas fundamentales de cargas eléctricas antagónicas: quarks y antiquarks, fusionados a su vez en hadrones y antihadrones que se enfrentaban entre sí como dos ejércitos alineados para la batalla.  

Y entonces todo estuvo a punto de desaparecer: la creación pareció destinada a autodestruirse sin haber cumplido todavía su primer segundo cuando la materia y la antimateria se aniquilaron mutuamente en una colisión de inimaginables proporciones.  Inexplicablemente, del Big Bang no había surgido una cantidad perfectamente simétrica de materia y antimateria, sino que alrededor de una diez mil millonésima fracción de la materia sobrevivió haciendo posible que en la sopa quedasen fideos. 

Los primeros átomos se formaron durante los primeros veinte minutos: simples isótopos de hidrógeno y helio ionizados constituidos por uno o dos protones y neutrones.  Entonces, durante miles de años de expansión, el universo se enfrió.  Alrededor de trescientos cincuenta mil años más tarde dejó de ser un caldo opaco y se convirtió en un espacio transparente con átomos estables de hidrógeno y helio por el que por fin podían viajar los fotones... salvo que aún no había ninguna luminaria en el oscuro vacío.


A partir de ese momento las densas nubes de materia comenzaron a colapsar bajo su propia atracción gravitatoria hasta que los atómos de hidrógeno primordiales se fusionaron, dando origen a las primeras estrellas.  Doscientos millones de años habían transcurrido desde el Big Bang y al fin se hizo la luz.

Las primeras estrellas fueron verdaderos colosos de varios centenares de masas solares, incluso algunos millares.  A modo de referencia, en la actualidad las estrellas más masivas cuentan con veinticinco masas solares y tan sólo algunas pocas superan el centenar.

En el núcleo incandescente de aquellas estrellas primigenias los átomos de hidrógeno se fusionaron en pares dando lugar a átomos de helio; al cabo de algunos millones de años el hidrógeno se agotó, el núcleo se enfrió y las estrellas colapsaron bajo su propio peso, lo que a su vez elevó la temperatura y reinició el núcleo, que empezó a fusionar helio en carbono y oxígeno.  Los sucesivos aumentos de temperatura y densidad del núcleo condujeron a procesos de fusión cada vez más complejos en los que se fraguaron sodio, magnesio, azufre, calcio y otros elementos hasta el hierro, con veintiséis protones.

En el corazón de las estrellas la creación se diversificaba, pero aquella situación no estaba destinada a durar para siempre.  Las estrellas de menor masa podían permanecer estables durante miles de millones de años reteniendo en su interior la diversidad material.  Las más masivas, en cambio, agotaron su combustible a marchas forzadas y se volvieron inestables con rapidez.  En términos estelares esto supone menos de un centenar de millones de años frente a los nueve mil millones de años en que se estima la vida de una estrella de pequeño tamaño como nuestro sol.

Entonces, y tras un repentino colapso durante la sucesión de procesos nucleares, las estrellas masivas, una tras otra, estallaron en forma de supernova.  Una entidad pensante que observara aquello se habría sentido sobrecogida: la belleza, la armonía de aquellas formas esféricas brillantes surgidas del caos del Big Bang quedaron destruidas tras un corto orgasmo de luz.

Pero aquello no era ni mucho menos el fin.  En el lugar de aquellas ciclópeas bolas de fuego inmoladas quedaron enormes nubes de materia compuestas del hidrógeno que las había constituido originalmente pero también de elementos más pesados como el carbono, nitrógeno, oxígeno y hierro que se habían forjado en sus núcleos y también otros metales más complejos como bromo, zinc y oro generados durante el caos de la propia supernova.


A partir de aquellas nebulosas todo volvió a empezar: la materia danzó, interactuó entre sí durante millones de años y repitió el proceso una y otra vez.  La flamante complejidad de la materia permitió que se aglomerara en algo más que meras esferas de hidrógeno; fue así como a las nuevas estrellas las acompañaron planetas gaseosos, rocosos, asteroides, cometas y una miriada de otros objetos.  Dentro del sinfín de galaxias nacían y morían los sistemas estelares, se construía, destruía y de nuevo el ciclo se reiniciaba.  Al cabo del tiempo la creación ya tenía todos los mimbres necesarios y, en algunos lugares, aún no tenemos la certeza de si muchos o pocos, las nubes de materia surgidas a partir de holocaustos estelares dieron lugar a planetas rocosos iluminados por soles como el nuestro aptos para la vida.

Casualidad o causalidad.  Se puede pensar que la interacción aleatoria de la materia en las condiciones adecuadas es suficiente para crear vida, como el que agita una sopa de letras esperando encontrarlas perfectamente ordenadas en un soneto de Quevedo: habrá que removerla millones, trillones de veces, pero con tiempo y paciencia todo es posible.  A partir de ahí, la evolución se encargará de todo.  La estadística como demiurgo: un tipo de fe muy extendido entre los escépticos y al menos tan respetable como la noción de que la materia, el tiempo y el espacio hayan sido creados con un determinado y misterioso propósito y que todo, incluidos nosotros mismos, formemos parte del plan.

Diez mil millones de años después del Big Bang, en un insignificante rincón de una anodina galaxia, a la luz de una tenue estrella y bajo la atmósfera de un pequeño planeta rocoso que el bueno de Carl Sagan describiera como un punto azul pálido, emergió la vida.  Durante cuatro mil millones de años la vida proliferó y se desarrolló, desde simples organismos unicelulares hasta animales complejos.  Un sinnúmero de especies lo poblaron con mejor y peor suerte: reptiles y plantas, insectos y peces, mamíferos y aves, algas y anfibios.  Volcanes, terremotos, glaciaciones y meteoritos varios la amenazaron y muchas especies se extinguieron, pero generación tras generación la vida persistió y se aferró a la supervivencia contra toda adversidad, a veces precariamente, otras esplendorosa.  Finalmente, hoy hace apenas un par de millones de años, un suspiro en la escala cósmica, apareció una especie en concreto: un mamífero homínido que al cabo del tiempo y por primera vez, sin que aún sepamos muy bien cómo, trascendió la mera perpetuación y reproducción bajo las que se habían limitado a operar todos los seres vivos y fue capaz de plantearse las grandes cuestiones: ¿por qué y para qué?


Somos hijos del caos: el entorno perfectamente sincronizado en que nacemos y morimos surgió de una papilla inimaginablemente desordenada, los ladrillos que constituyen nuestros cuerpos fueron forjados en los núcleos incandescentes de estrellas destruidas hace eones, la vida que nos rodea y que tan cotidiana se nos antoja es una privilegiada rareza y nuestra capacidad de componer música o poesía un auténtico milagro en un universo de infinita belleza y precisión pero que, por lo que sabemos, en su mayor parte permanece en inerte silencio.

Seguramente ningún ser humano resuelva en vida las principales preguntas de la existencia.  Sin embargo, la intuición nos lleva a algunos a concluir que toda esta armoniosa complejidad que damos por sentada no ha podido ser fruto de la casualidad y el azar y que todo tiene un sentido, que somos pequeñas piezas de un gran concierto cósmico.  Sabemos que no estaremos aquí para siempre pero, al mismo tiempo, percibimos que nuestras insignificantes existencias se diluyen en un océano suprapersonal del que también formamos parte y al que retornaremos cuando tiempo, espacio y materia concluyan en un último suspiro.

Mientras tanto, entre nuestras cuatro paredes y bajo nuestro cielo el tictac seguirá avanzando.  En estos días celebramos un nuevo final de ciclo: el año 2019 concluye y abre paso al 2020.  Detrás quedan buenos y malos recuerdos, dolorosas pérdidas y fascinantes victorias que la arena del reloj barrerá cuando una vez más se voltee para comenzar otra cuenta atrás.  Este año 2019 se llevó a mi madre.  Hace justo diez años mi padre se marchó también.  En tantos otros lugares del mundo, millones de familias dieron la bienvenida con alborozo a una nueva criatura.  La materia que una vez dio vida a mis padres se reordenará y dará origen a nuevas formas, repitiendo el ciclo una y otra vez.  Finalmente, el universo terminará enfriándose hasta el cero absoluto y el silencio total de la materia o se contraerá en un Big Crunch a partir del cual se reiniciará el proceso.  Otros universos surgirán y desaparecerán en una loca danza aparentemente sin sentido. 

Terminar y empezar, vivir y morir, perder y ganar son compases de la misma melodía.  Siempre lo ha sido y siempre lo será.  En medio, nosotros, podemos empeñarnos en forcejear contra el avance imparable de esa rueda que todo se lo lleva u observar, aceptar y participar en el concierto del que hemos surgido, al que pertenecemos y en el que, más que estando, seguiremos siendo.

miércoles, 27 de noviembre de 2019

Abhyāsa y vairāgya: Los pilares del método tradicional y el talón de Aquiles de los teacher trainings.

Instante de una clase guiada en Ashtanga Yoga Bilbao.

Se ha hablado mucho en este blog acerca del método tradicional de Ashtanga Yoga: lo que es, lo que no es, lo que fue...  Si entre todas sus características hubiera que destacar una, no cabe duda de que en primer lugar y por encima de todo, el método tradicional de Ashtanga Yoga se fundamenta en una relación larga, de años de duración, entre el estudiante y su profesor.

De vez en cuando acuden a nuestra escuela personas que, por ejemplo, afirman saber hacer la primera serie completa pero que, tras rascar un poco en la superficie, revelan que en realidad la han aprendido en un workshop teacher training de un mes o algunas semanas de duración.  El atracón de asanas, por supuesto, nunca es un gesto gratuito de generosidad, sino que detrás siempre hay un profesor de dudosas intenciones que a cambio de la vomitona de posturas recibe una cantidad exorbitada por encima del millar de euros.

Sin ninguna excepción, y como resulta lógico, esta fórmula de aprendizaje resulta, por utilizar un eufemismo, incompleta.  El estudiante no ha tenido tiempo de digerir la práctica ni saborear su evolución, desconoce la técnica de respiración o es incapaz de aplicarla, se lía con el orden de los vinyasas y posturas, omite algunas y confunde otras, mira al vecino o consulta el póster de la pared para cerciorarse de que no se ha equivocado y, en definitiva, su práctica se queda en un nivel muy superficial y pretencioso orientado en la mera ejecución de una rutina física poco consolidada y sujeta con alfileres.

La realidad es que en la práctica de Ashtanga Yoga hay un sinfín de detalles y sutilezas que nunca se podrán comprar en un teacher training y que uno sólo podrá descubrir por sí mismo mediante su propio esfuerzo prolongado a lo largo del tiempo y la guía de su profesor, el cual actúa como el catalizador de una reacción química; no es el protagonista principal pero sin él -o ella- difícilmente se obtendrá el resultado esperado.




Del parampara sin límite de tiempo a los teacher trainings de doscientas horas.

Durante siglos el yoga permaneció recluido en monasterios y entornos muy reducidos.  No existían escuelas de yoga como las conocemos hoy, sino que la enseñanza de yoga se limitaba en exclusiva a la relación guru-shishya parampara según la cual se esperaba que el discípulo conviviera durante muchos años con su gurú como un miembro más de su familia y recibiera así los conocimientos.  Así se transmitió el yoga hasta que se produjo su expansión en Occidente.  Las primeras tradiciones que salieron de la India, a saber: el Raja Yoga de Vivenkananda, el Kriya Yoga de Paramahansa Yogananda y el Shivananda Yoga de Vishnudevananda pertenecían a líneas monásticas y retenían muchas de las formas de un ashram de tal manera que las personas interesadas en profundizar debían, en cierto modo y al menos durante un tiempo, retirarse del mundo.

Fue Krishnamacharya quien, durante el primer tercio del siglo veinte, rompió con este modelo de enseñanza y estableció un nuevo paradigma cuya onda expansiva retumba hasta hoy.  Él no fue un monje ni un renunciante o shadu.  De hecho rechazó varias veces cargos eclesiásticos de prestigio y con alta compensación económica que se le ofrecieron.  Por una promesa.

De acuerdo con el sistema tradicional guru-shishya, cuando el maestro ha considerado que el entrenamiento de su discípulo ha concluido, le exige a éste su guru dharsina, su paga, que puede ir desde una compensación económica hasta una misión; el gurú nunca pedirá algo injusto o inalcanzable, pero sí algo que sabe no le resultará sencillo al shishya.  En el caso de Krishnamacharya, a cambio de los siete años de aprendizaje a su lado, Ramamohan Brahmacharya le pidió que dedicara su vida a enseñar yoga y se casara y mantuviera una familia.  Es decir, que fuera un maestro de yoga dentro de la sociedad y para la sociedad, no un eremita del bosque ni un monje recluido en un monasterio.  Krishnamacharya cumplió su promesa y se convirtió en un yogui de ciudad, un hombre con mujer, hijos y responsabilidades mundanas que enseñaba yoga a estudiantes universitarios, obreros, oficinistas, padres y madres de familias y que acabó con la noción establecida de que al adentrarse en el yoga uno le cerraba la puerta a la sociedad.

Cuando Albert Einstein se dio cuenta del gigantesco potencial de la energía nuclear, se estremeció.  Al igual que un cuchillo puede utilizarse para trinchar fruta pero también para matar, Einstein sabía que la energía nuclear podía constituir una valiosa herramienta que ayudara a la humanidad, pero también conocía al ser humano y sabía que no tardaría mucho en encontrar una aplicación destructiva a esa inmensa fuente de energía.

La comparación es un tanto exagerada, sin duda, pero en verdad me pregunto si a Krishnamacharya, cuya dilatada vida se prolongó hasta 1989 y quien por lo tanto fue testigo de la expansión por el mundo de su manera de enseñar yoga, también le estremecieron las consecuencias de lo que había contribuido a crear.  De hecho ya en 1934, mucho antes de la globalización del hatha yoga, Krishnamacharya advertía: "Los extranjeros roban, bien a sabiendas o ingenuamente, muchas grandes obras y técnicas de nuestra tierra, y entonces fingen haberlas descubierto ellos mismos.  Después, nos las traen aquí y nos las venden [...]  Si esto continúa, ellos puede que incluso hagan lo mismo con nuestras técnicas de yoga.  En cuanto a esto, sólo podemos decir que la culpa la tenemos nosotros por no leer nuestros textos de yoga/Yoga Sastras) y poner en práctica sus técnicas.  Si nos quedamos dormidos, ¡puede que llegue un día en que los extranjeros también se conviertan en nuestros profesores de yoga! [...]  Es lamentable que esta actitud sea similar a esos casos en que intercambiamos nuestras copas de oro con jarras extranjeras hechas de apestosas pieles de animales.  No dejemos que nuestros hijos hereden estas malas prácticas."  Yoga Makaranda, página 83.

Tirumalai Krishnamacharya con sus estudiantes en la escuela de yoga en Mysore.  1934.

Al escribir estas líneas hacía un año que Krishnamacharya había abierto la yogashala de Mysore, en la que por primera vez en la Historia se ponía la enseñanza de yoga al alcance de cualquiera sin necesidad de entrar en un monasterio o someterse a ningún rito iniciático de renuncia.  A pesar del párrafo anterior, que denota un profundo conservadurismo y nacionalismo por parte de Krishnamacharya, él mismo enseñaría a extranjeros (véase Indra Devi) y otro tanto harían todos sus discípulos desde BKS Iyengar o Pattabhi Jois hasta Desikachar, Rangaswami y Mohan.  Por lo tanto, cabe pensar que Krishnamacharya sí estuvo abierto a que el yoga que había enseñado se propagara por todo el mundo y seguro que lo vio con buenos ojos.

El problema surgió cuando los métodos de enseñanza se diluyeron en el fango de la mediocridad.  En este artículo he citado ya a numerosos maestros de yoga, desde Vivekananda hasta Desikachar.  Algunos aprendieron yoga abrazando la vida monástica y otros como laicos pero, si hay un elemento común a todo ellos es que su aprendizaje se prolongó durante un largo periodo de tiempo.  Vivekananda, Yogananda y Vishnudevananda fueron swamis y aprendieron de sus gurús dentro de ashrams, Vivekananda durante cinco años, Yogananda durante diez y Vishnudevananda durante otros diez; Krishnamacharya no fue un monje, pero sí pasó siete años conviviendo en una cueva con su gurú Ramamohan Brahmachari; Pattabhi Jois estudió con Krishnamacharya durante dos décadas, el mismo periodo que Sharath permanecería a su lado; por último, Desikachar, Rangaswami y Mohan estuvieron con Krishnamacharya durante las últimas tres décadas de su vida.  Es decir, ninguno aprendió de su maestro durante doscientas, trescientas o quinientas horas distribuidas en un puñado de fines de semana o condensadas en un mes.

Tampoco puede ser de otra manera.  El yoga es una disciplina compleja que toca muchos aspectos de la fisiología humana desde la salud física hasta la psicología y que incluso osa adentrarse en el pantanoso terreno de la espiritualidad.  Algo tan sustancioso no se aprende en dos patadas; requiere de un largo proceso de maduración y la experiencia es un requisito sine qua non tanto para el estudiante como, por supuesto, el aspirante a profesor.  Patanjali dedica algunos de sus primeros sutras precisamente a esta idea:

1.12
अभ्यासवैराग्याभ्यां तन्निरोधः॥१२॥
Abhyāsa vairāgyābhyāṁ tannirodhaḥ||12||
La reducción (nirodhah) de las actividades y modificaciones mentales (citta vritti) se obtiene por la práctica asidua (abhyāsa) y por el desapego (vairāgya).

1.13
तत्र स्थितौ यत्नोऽभ्यासः॥१३॥
Tatra sthitau yatno'bhyāsaḥ||13||
La práctica asidua (abhyāsa) es el esfuerzo persistente por estar firmemente establecido (en un estado exento de modificaciones mentales - citta vritti nirodha).

1.14
स तु दीर्घकालनैरन्तर्यसत्कारासेवितो दृढभूमिः॥१४॥
Sa tu dīrgha kāla nairantarya satkārāsevito dṛḍha bhūmiḥ||14||
Abhyāsa deviene firmemente establecido si persiste durante un tiempo prolongado, sin interrupción y con devoción.

1.15
दृष्टानुश्रविकविषयवितृष्णस्य वशीकारसञ्ज्ञा वैराग्यम्॥१५॥
Dṛṣṭānuśravika viṣaya vitṛṣṇasya vaśīkāra saṃjñā vairāgyam||15||
Vairāgya es el dominio (sobre los deseos y sentimientos) que está presente en aquellos que no están apegados a las cosas reales o imaginarias (visibles o invisibles).


El mejor training de Ashtanga Yoga: unos cuantos miles de horas de clases estilo Mysore.

Hoy día nos encontramos con que los peores augurios de Krishnamacharya se han cumplido: los occidentales, en concreto los norteamericanos, se han dado cuenta del inmenso potencial económico de las formaciones de yoga y han convertido la tradicional relación guru-shishya parampara en una lamentable caricatura.  Eso de estudiar durante años al lado de un gurú está pasado de moda, ¡qué aburrido!  Ahora, para convertirse en un reconocido profesor de yoga ni siquiera hace falta haber practicado yoga en absoluto; es suficiente con irse de vacaciones en el mes de agosto a Bali o Rishikesh y apuntarse a un teacher training de doscientas horas en un resort de lujo.  ¿Para qué vas a ser estudiante de yoga durante años si directamente puedes convertirte en profesor en un solo mes?  La piñata se ha roto con entusiasmo y hoy día, tanto en los Estados Unidos como en la India y también seguro que en tu propia ciudad, muchas escuelas de yoga ofrecen esta clase de formaciones en las que el intercambio de conocimientos entre profesor y alumno se limita a unas decenas de horas, menos incluso de lo que se necesita para convertirse en técnico instalador de aires acondicionados.

— ¿Sabes?  Me he hecho profesor de Kung-Fu.
— Pero, ¿cómo?  Si al menos hasta antes del verano nunca habías hecho artes marciales.
— Sí, pero en agosto me he apuntado a un teacher training de Kung-Fu y ahora ya soy cinturón negro por la Kung-Fu Alliance International y puedo dar clases.
— Ah, pues qué bien.  ¿Puedo hacerlo yo también?  Me he cansado de mi trabajo y quiero dar un giro a mi vida.  Además, eso de profesor de Kung-Fu suena muy cool.
— Sí, claro.  Mira este sitio donde tienen un curso de diez fines de semana a partir de octubre.  Yo voy a hacer cien horas adicionales para sacarme el primer dan.  Y el verano que viene haré un intensivo de profundización de tres semanas para llegar al segundo dan de quinientas horas.
— Qué bien, ¡muchas gracias!

Esta conversación, que en el caso del Kung-Fu se antoja completamente surrealista, ocurre en el mundo del yoga de manera cotidiana.  El Kung-Fu es una disciplina oriental con un importante componente físico sustentado sobre un sólido cuerpo filosófico y todo el mundo sabe que los maestros de Kung-Fu son personas que lo han practicado durante muchos años al lado de un maestro experimentado y para los que el Kung-Fu es un verdadero estilo de vida, no una aventura de verano.  Sin embargo, no se sabe muy bien cómo, el imaginario colectivo se ha convencido de que en el caso del yoga esto no es así y que hay caminos más rápidos y sencillos.  Muchas gracias, Occidente.  Muchas gracias, Yoga Alliance.  Habéis degradado una disciplina milenaria y la habéis equiparado al zumba y aerobox de los gimnasios.  Enhorabuena.

El sistema de Ashtanga Yoga pone el dedo en la llaga y señala precisamente esto.  Si practicas de acuerdo con el método tradicional, en un mes de práctica diaria apenas habrás rascado la superficie, así que olvídate siquiera de terminar la primera serie y por supuesto destierra de tu cabeza la ridícula idea de convertirte en profesor.  Durante un buen tiempo los nudos planteados por la problemática física te mantendrán suficientemente ocupado.  De hecho, ten en cuenta que cuanto más fácil te resulte más tiquismiquis se pondrá el profesor y más exigente será contigo.  Y no por mala leche: nuestro papel es hacer que la práctica te resulte una experiencia agradable e inocua pero también que a través de ella descubras cosas que anidan en ti que quizás no te gustan tanto y que siempre has procurado evitar.  Porque a veces la realidad no es tan bella como imaginas: no te sale todo perfecto y en Ashtanga Yoga cada día te vas a dar de bruces contra tus limitaciones, que te aseguro antes o temprano descubrirás; tu orgullo se verá herido y sentirás una combinación variable de frustración, ira, envidia, cansancio y miedo.  Hay personas que al cabo de algunas semanas o meses abandonan, derrotadas por sus modificaciones mentales.  Quizás encuentren una manera mejor de gestionarlas en otro sitio y les deseamos la mejor de las suertes.  Otras persisten y, al cabo del tiempo, saborean la magia de abhyāsa y vairāgya, esos grandes desconocidos en los teacher trainings y sobre los que, como suele decirse, tal que las alas de un pájaro, se sustenta el método tradicional de Ashtanga Yoga.


Póster con las dos primeras series de Ashtanga Yoga.  El que escribe estas líneas tardó tres años de práctica diaria en terminar la primera serie y once años adicionales en terminar la segunda.  Entre 7.000 y 8.000 horas.


Abhyāsa y vairāgya: las alas del método tradicional.

Frente a una manera de enseñar pretenciosa, con una agenda de plazos en la que hay que llegar a determinado punto en determinado tiempo y en el que los estudiantes pagan cierta cantidad de dinero a cambio de un premio seguro, se sitúa el método tradicional.  Porque si abhyāsa se define por un esfuerzo sin interrupciones, con devoción y mantenido durante un largo periodo de tiempo, y vairāgya por el dominio del deseo, no pueden quedar mejor ejemplificados que en la práctica tradicional de Ashtanga Yoga.

Antaño, a un aspirante que se acercaba a un maestro con la intención de aprender yoga se le solía plantear un desafío mediante el cual demostraba que su interés era sincero y que el maestro no iba a malgastar su tiempo con un cazurro que se arrugaría ante la primera dificultad.  Una vez superado el reto, daba comienzo un periodo de instrucción de duración indeterminada que concluía cuando el maestro exigía su darshina.

Krishnamacharya rompió este modelo de enseñanza aceptando a estudiantes de yoga como el médico que acepta a pacientes, sin distinciones y sin exigirles mérito alguno a cambio de empezar.  No obstante, Krishnamacharya era perfectamente consciente del valor del aprendizaje a largo plazo; él mismo lo había experimentado durante su estancia de siete años en Nepal con Brahmachari, y así lo trató de inculcar.  Algunos de sus estudiantes, tal y como sucede en todas las escuelas de yoga del mundo y en tantas otras esfera de la vida, lo abandonaron de forma prematura.  Otros, en cambio, siguieron a su lado hasta que la vida los separó.  Uno de ellos fue Pattabhi Jois, quien estudió al lado de Krishnamacharya durante prácticamente todo el tiempo que permaneció éste en Mysore desde 1933 hasta 1948-1953 además de los dos años en Hassan.  En cierta ocasión afirmó: "Al principio éramos muchos estudiantes; al final sólo quedamos tres."  Pattabhi Jois vivió aquellos años de Mysore, entendió qué era lo que su maestro quería enseñar, y trató de reproducirlo en sus propias clases.  El resto de escuelas que nos hacemos llamar "tradicionales", intentamos seguir ese modelo.

No dirigimos un ashram, no exigimos votos monacales ni imponemos difíciles pruebas de acceso a los estudiantes.  Ni siquiera podemos aspirar a que toda persona que comienza a practicar Ashtanga Yoga en una escuela tradicional vaya a hacerlo durante toda su vida, pero los profesores tradicionales tenemos que enseñarle como si en verdad fuese a hacerlo durante toda su vida.  Es decir, como si tuviéramos años y décadas de trabajo por delante.  Aunque sepas que la persona va a estar en la escuela sólo durante un mes.  Lo más precioso que como profesores podemos hacer es plantar en ellas una semilla que tal vez no germine durante el tiempo que esté en nuestra escuela, pero que sea lo más genuina posible para que quizás, más adelante, sea el comienzo de un pequeño brote del que surja un hermoso árbol.  El buen profesor será alguien que se esfuerza en inculcar el amor, la devoción por una práctica consistente a largo plazo en la que se saborea cada paso, y no alguien que regala asanas como si fueran confetti para asegurarse de que se le paga un mes más.  El largoplacismo es una de las mejores lecciones de esta práctica con importantes aplicaciones para el resto de tu vida: hazte responsable y si deseas algo, empeña el debido esfuerzo y aprende que todo lo bueno se hace esperar.

Ajuste de marichyasana D en Ashtanga Yoga Bilbao.

Tampoco se trata sólo de una cuestión de tiempo y paciencia.  El propio concepto de un aprendizaje con una fecha de inicio y otra de finalización sobre el que se basan los teacher trainings atenta contra el segundo principio sobre el que se sustenta el método tradicional: vairāgya, el no apego.

Piénsalo: es muy distinto aprender algo cuando te impones una fecha límite que cuando no tienes prisa.  Si en tu cabeza mantienes un calendario con hitos marcados estás generando una serie de expectativas que, muy a menudo, serán poco realistas.  Tampoco tienes que ser una persona apagada, vacía de ilusiones.  Es perfectamente legítimo que quieras aprender más y que te salgan las cosas bien.  Lo que no tiene sentido es que pretendas que te salgan todas en un mes.  O que observes a un practicante con diez, veinte años de experiencia, y quieras ya mismo llegar a ese punto pasando por alto todo el proceso que ha llevado a esa persona a ese punto e ignorando que tu propio proceso no tiene porqué tardar el mismo tiempo ni llevarte al mismo punto.

La comparación es uno de nuestros peores enemigos.  La sociedad nos ha educado para ser competitivos y nos ha convencido de que si no estamos al mismo nivel que el resto somos unos mierdas.  Esto lo trasladamos a todos los aspectos de la vida, desde el trabajo hasta las relaciones y, por sorprendente que pueda parecer, también a la práctica de asanas.   Porque, desde luego, no nos fijamos en lo bien que respira esa persona, en lo concentrada que está y lo poco que se distrae.  Nos fijamos en lo bonitas que son las figuras que hace y apretamos los dientes deseándolas para nosotros.  ¿Acaso se puede ser más ridículo?  ¿Qué te está aportando a ti lo que sucede en la esterilla de al lado o lo que has visto en Youtube?  ¿De veras crees que te están arrebatando algo?  No tiene explicación lógica pero es totalmente cierto y algo muy humano: cuando vemos a otras personas lograr lo que nosotros no podemos, aunque sean unas tristes asanas, nos corroe la envidia.  Y esta envidia surgida del deseo nos vuelve ambiciosos, y si no logramos nuestro objetivo nos dejamos arrastrar por la ira, y si lo logramos nos volvemos soberbios y avariciosos, porque nos creemos importantes y queremos seguir siéndolo, y cuando tenemos algo queremos todavía más, y más, y más.  Y el círculo se repite sin fin.

Este patrón de comportamiento lo conocemos todos bien.  De hecho se ha repetido una y otra vez desde el principio de los tiempos, desde que en el ser humano se desarrolló la capacidad de consciencia.  Y bien, puedes alimentar esa rueda de deseo y ambición, ira y avaricia, orgullo y apego en un ciclo sin fin, o puedes hacer algo por intentar romperlo.

El método tradicional de Ashtanga Yoga te brinda una hermosa oportunidad para ello.  El hecho de que a menudo no se sacien tus deseos, el hecho de que haya una práctica que te muestre cosas que deseas hacer pero que no eres capaz de hacer y otras que no deseas hacer pero que tienes que hacer, el hecho de que haya un profesor que te diga que pares cuando necesitas ser parado y no cuando a ti te gustaría parar, es una gran manera de plantearte sobre la esterilla los mismos problemas que sueles encontrarte fuera de ella para que los trabajes.  Lo que tienes que resolver no es el problema en sí, sino tu manera reiteradamente errónea de relacionarte con el conflicto.  Y para que esto suceda, para que exista la probabilidad de que atisbes el éxito, que se traduce no en la resolución física de posturas sino en una capacidad de volcarse hacia dentro, de experimentar plenamente el presente, de dejar de ser esclavo de los veleidosos sentidos y, por tanto, para que lleves una vida más plena, feliz y en armonía dentro y fuera de la esterilla, tienes que erradicar la raíz del problema: el apego al éxito y el rechazo al fracaso.

Ashtanga Yoga, en efecto, es un campo de entrenamiento para la mente disfrazado de una compleja coreografía de asanas respiradas.  Sin embargo, es un camino largo en el que no hay atajos.  Como en toda disciplina oriental que se precie y, en realidad, cualquier cosa que merezca la pena, hace falta disciplina y humildad.  Disciplina para sacrificar porciones significativas de tu tiempo de ocio y de sueño durante un largo periodo de tiempo, quizás el resto de tu vida.  A decir verdad, cuando la disciplina se ha asentado ya no supone un gran esfuerzo; ¿sientes pereza a la hora de limpiarte los dientes, o lo haces antes de acostarte y ya?  Probablemente tu educación temprana sirvió para grabar en tu cabeza la rutina de lavarte los dientes; llegado este punto lo haces cada día y no se te ocurre no hacerlo.  Es un proceso de limpieza que llevas a cabo sin plantearte el esfuerzo que te supone porque lo has estado haciendo durante tanto tiempo de forma ininterrumpida que ya prácticamente forma parte de ti; no te reconocerías sin limpiarte los dientes.  Y humildad para saber reconocer que tú sólo eres un pequeño agente en la compleja receta que se está cocinando; muchos elementos se escapan fuera de tu control y lo único que puedes hacer es empeñar tu mejor esfuerzo y presencia en cada momento, sin que tu satisfacción se fundamente en la consecución de premios.  ¿Tienes depositadas grandes expectativas cada vez que acudes a lavarte los dientes? ¿Acaso piensas: "hoy sí que me va a salir mejor que nunca"? ¿Rompes a llorar de alegría cuando te informan de que no tienes caries y esa noche te limpias los dientes aún con mayor entusiasmo?  ¿Te resulta demoledor escuchar que necesitas un empaste y la siguiente vez que te limpias los dientes lo haces abatido, o quizás dejas de hacerlo porque consideras que has fracasado y no merece la pena continuar haciéndolo?  Pues eso: esfuerzo constante ininterrumpido y sin apego.  Disciplina y humildad.  Abhyāsa y vairāgya.