Josse Lieferinxe. San Sebastián intercediendo por la Peste Negra. Finales s. XV |
Hoy parece que el mundo se ha sumido en la catástrofe y que todas las estructuras sociales se han venido abajo. A una escala mucho menor por supuesto, pero curiosamente durante los últimos meses mi vida había sufrido también un particular cataclismo.
El fallecimiento de mi madre Pilar el pasado mes de octubre nos condujo a mi hermano y a mí a una situación inaudita: el domicilio familiar en el que los dos habíamos crecido y que había permanecido a modo de ancla hacia nuestros orígenes, por primera vez, se encontraba vacío. Nuestro padre Fernando falleció de manera inesperada en el año 2009 víctima del cáncer; mamá -era de Santander y no le gustaba que la llamasen ama- renqueó durante años con un corazón débil y malos hábitos hasta que al final se apagó.
Ellos se fueron pero la casa seguía ahí, repleta de recuerdos. Tras casi cincuenta años de rodaje, mi hermano y yo decidimos que había llegado la hora de hacerle unos arreglos Una empresa se encargaría de la reforma, pero antes había que despejar las habitaciones de trastos y libros. Sobre todo libros, porque nuestro padre había cultivado una afición desmedida, casi diogénica, por los libros, y durante largas décadas los había estado amontonando en armarios y estanterías por toda la casa en cantidades extraordinarias. Mi pobre madre no se había sentido con fuerzas de poner orden en aquel desaguisado y los montones de libros continuaron acumulando polvo y ácaros.
Había mucho que tirar, aunque tampoco queríamos que un trapero arramplara con todo y se llevara por delante objetos valiosos y recuerdos entrañables. Mi hermano tiene dos hijos, un trabajo con horario de oficina y viajes casi todos los fines de semana, así que finalmente fui yo, que merced a mi trabajo "bohemio" y sin menores a mi cargo dispongo de más tiempo, quien dio un paso adelante y me sumergí en la ímproba tarea de distinguir entre lo que iría al contenedor y lo que permanecería.
Pilar, sentada a la izquierda y Fernando, de pie a la derecha junto a su hermana. Mi hermano y yo entre nuestros abuelos paternos. Primera Comunión 1989. |
Había mucho que tirar, aunque tampoco queríamos que un trapero arramplara con todo y se llevara por delante objetos valiosos y recuerdos entrañables. Mi hermano tiene dos hijos, un trabajo con horario de oficina y viajes casi todos los fines de semana, así que finalmente fui yo, que merced a mi trabajo "bohemio" y sin menores a mi cargo dispongo de más tiempo, quien dio un paso adelante y me sumergí en la ímproba tarea de distinguir entre lo que iría al contenedor y lo que permanecería.
El trajín me llevó muchas semanas y resultó una experiencia a ratos entretenida y a ratos dolorosa. Rebuscar entre libros, archivos y pertenencias personales de tus padres entre las cuales nunca habrías osado asomar la nariz mientras estaban en vida es lo más parecido a abrir una caja de Pandora. Quedémonos con lo positivo y diré que entre la numerosa morralla han habido sorprendentes hallazgos: juguetes de la infancia, cartas de mis abuelos, libros geniales leídos hace décadas y olvidados, álbumes de fotos de cuando mis padres eran jóvenes, de su boda, de cuando nosotros éramos bebés, acuarelas inéditas de mi padre, gran aficionado al arte y en especial a la pintura, el carné universitario de la Complutense y las últimas calificaciones en medicina de mamá...
Entre estos descubrimientos se encuentra el relato publicado antes de esta entrada. A mi padre le interesaban muchos temas, y una parte importante de su biblioteca la ocupaban libros de ocultismo, parapsicología y similar. Tenía la bibliografía completa de Juan José Benítez, un periodista muy en la línea de Fernando Jiménez del Oso que escribe sobre OVNIs y extraterrestres. Recuerdo que de adolescente leí las dos primeras partes de Caballo de Troya, una serie de libros en las que se narraba cómo el gobierno de los Estados Unidos utilizó una máquina del tiempo para enviar a un agente al pasado a encontrarse con Jesucristo durante sus últimos días y estudiar científicamente sus milagros, muerte y resurrección. La colección Caballo de Troya me la he quedado por si se me ocurre terminar de leerla, pero el resto lo he apartado porque tampoco es que J. J. Benítez me apasione como para guardar tres docenas de libros suyos. El resto, excepto un pequeño ejemplar insólito de La Otra Orilla en el que J. J. Benítez se aparta de su temática y formato habitual y escribe una serie de relatos cortos.
El libro en cuestión lo recordaba sobre todo por el relato "¿Tolera Dios el mal?" que habéis podido leer. Soy consciente de que J. J. Benítez no forma parte de la "alta literatura" y que puede ser calificado algo así como el Ikér Jiménez de los escritores que nunca ocupará un lugar privilegiado en las hemerotecas, pero reconozco que me gusta su estilo y este relato en particular me parece genial. Hay que leerlo con cuidado y tomarse su tiempo o pasarás por alto el giro que da en los últimos dos párrafos.
La pregunta que hace las veces de título es uno de los grandes enigmas ya no diré de la Teología, sino de la Humanidad entera, y en una situación como la que vivimos actualmente, en la que la tercera parte -por el momento- de la población mundial vive confinada en sus casas y decenas de miles han muerto, todo por culpa de un virus, un organismo insignificante al que ni siquiera se considera ser vivo, viene muy a propósito. ¿Quién nos castiga? ¿Qué hemos hecho para merecerlo? ¿Qué lección se nos quiere enseñar?
El relato del señor Benítez deja en manos del lector las conclusiones. Por un lado se puede inferir que las pobres hormigas son unas ilusas ignorantes por creer que el coloso al que adoran pueda ser la solución a sus problemas. Por el otro resulta interesante la idea de que el pastor piense que sólo él es el desgraciado y que la vida de las hormigas es muy simple y dichosa, mientras que a su vez ellas piensan que él es el ser todopoderoso al que nada aflige. Ese concepto de que todo lo malo le pasa a uno y que los demás no tienen problemas está muy extendido. Al final, cualquiera puede darse cuenta de que tanto las hormigas como el pastor están sujetas a poderes externos que escapan a su control y que el Dios al que imploran nunca evitará que surjan obstáculos en su camino.
Así como el relato de J. J. Benítez puede ser interpretado de muchas maneras, las lecturas ante una situación como la que nos ocupa hoy son múltiples, casi tantas como personas. En mi caso, el sentimiento que me invadió cuando se desató la crisis sanitaria y el país entero hubo de encerrarse en casa fue el de fragilidad, una fragilidad que reconocía sin dificultad en mí pero que ahora se había revelado en un fenómeno global.
Todos buscamos la felicidad. A veces nos lo ponemos sumamente complicado pero no cabe duda: queremos ser felices y la felicidad es el motor principal de nuestros actos, posiblemente el gran motivo por el que asumimos innumerables sacrificios e invertimos enormes esfuerzos durante buena parte de nuestra existencia, y también la causa por la que cometemos un sinfín de estupideces. No percibimos que haya nada de malo en ello sino que nos parece una tendencia natural, legítima. La felicidad, comprada a tan alto precio, se sostiene sobre muchas patas, que van desde la salud física hasta el bienestar económico, pasando por la realización personal y profesional y la satisfacción social y afectiva. Nunca alcanzamos una felicidad completa pero sí que logramos encadenar aquí y allá ciertos hitos que nos mantienen estables en ella durante largos periodos y que nos imprimen la noción de que la vida, esa azarosa aventura sembrada de sufrimiento, merece la pena ser vivida.
Una vida que, lo sabemos, tiene una fastidiosa tendencia a invocar acontecimientos que alteran ese estado de felicidad y nos sacan fuera de los márgenes que consideramos aceptables: fracasos laborales, rupturas sentimentales, palos económicos, pérdida de seres queridos, enfermedades... Creemos tenerlo todo bajo control pero, en realidad, basta con que se quiebre una sola de las patas que nos sostienen para que todo el tinglado se venga abajo y nos hundamos en el abismo. Cuando estamos en lo más alto nos sentimos pletóricos, invencibles, pero una mala noticia y en un instante besaremos el fango.
Hace un par de años padecí un cólico nefrítico. Recuerdo que fue una mañana ideal: me levanté, hice una práctica perfecta, desayuné, me duché y a las siete empezó a llegar la gente de la sesión Mysore en Ashtanga Yoga Bilbao. A eso de las 9:30 apareció un ligero dolor en mi zona lumbar izquierda: "Qué raro, ¿habré forzado en kapotasana?", y al cabo de unas horas me encontraba postrado en cama sin poder moverme ni apenas articular palabra: comenzaba una semana de auténtica pesadilla sin prácticas perfectas ni desayunos ni duchas ni clases ideales.
Así somos de frágiles, de vulnerables. Prodigio de la evolución, sí. Maravilla de la naturaleza. Obras maestras compuestas de billones de células perfectamente sincronizadas, con multitud de tejidos y órganos sometidos a una consciencia que a sus órdenes son capaces de componer poesía, tocar instrumentos, construir rascacielos, diseñar aviones, surcar los siete mares y practicar la quinta serie de Ashtanga Yoga, pero al que una piedra de calcio tan pequeña que precisó de dos ecografías para ser detectada le hace hincar la rodilla, anula por completo todas sus capacidades y le obliga a centrar en ella su entera atención.
Piedras en el riñón, torceduras de tobillo, accidentes de tráfico, cánceres, despidos improcedentes, caídas de bolsa y toda clase de contrariedades nos acechan. No queremos que nos pase a nosotros y cuando al vecino le ocurre pensamos: "Buf, menos mal que a mí no." Pero de una u otra manera a todos nos llega; en último término si todo ha ido bien aguardan la decrepitud y la muerte. El ser humano vive como si no fuera a morir nunca y muere como si nunca hubiese vivido, dice un viejo cuento oriental.
Lo extraordinario de todo lo que está pasando con el asunto este del coronavirus es que, por primera vez en mucho tiempo, una desgracia nos golpea a todos por igual. Cuando sube la gasolina o cuando acontece una crisis económica siempre hay elementos de la sociedad que se benefician, a los que les viene bien aquello que muchos perciben como algo malo: magnates del petróleo, especuladores y fondos buitre que saben sacar provecho del río revuelto.
J. J. Benítez. |
El libro en cuestión lo recordaba sobre todo por el relato "¿Tolera Dios el mal?" que habéis podido leer. Soy consciente de que J. J. Benítez no forma parte de la "alta literatura" y que puede ser calificado algo así como el Ikér Jiménez de los escritores que nunca ocupará un lugar privilegiado en las hemerotecas, pero reconozco que me gusta su estilo y este relato en particular me parece genial. Hay que leerlo con cuidado y tomarse su tiempo o pasarás por alto el giro que da en los últimos dos párrafos.
La pregunta que hace las veces de título es uno de los grandes enigmas ya no diré de la Teología, sino de la Humanidad entera, y en una situación como la que vivimos actualmente, en la que la tercera parte -por el momento- de la población mundial vive confinada en sus casas y decenas de miles han muerto, todo por culpa de un virus, un organismo insignificante al que ni siquiera se considera ser vivo, viene muy a propósito. ¿Quién nos castiga? ¿Qué hemos hecho para merecerlo? ¿Qué lección se nos quiere enseñar?
El relato del señor Benítez deja en manos del lector las conclusiones. Por un lado se puede inferir que las pobres hormigas son unas ilusas ignorantes por creer que el coloso al que adoran pueda ser la solución a sus problemas. Por el otro resulta interesante la idea de que el pastor piense que sólo él es el desgraciado y que la vida de las hormigas es muy simple y dichosa, mientras que a su vez ellas piensan que él es el ser todopoderoso al que nada aflige. Ese concepto de que todo lo malo le pasa a uno y que los demás no tienen problemas está muy extendido. Al final, cualquiera puede darse cuenta de que tanto las hormigas como el pastor están sujetas a poderes externos que escapan a su control y que el Dios al que imploran nunca evitará que surjan obstáculos en su camino.
Así como el relato de J. J. Benítez puede ser interpretado de muchas maneras, las lecturas ante una situación como la que nos ocupa hoy son múltiples, casi tantas como personas. En mi caso, el sentimiento que me invadió cuando se desató la crisis sanitaria y el país entero hubo de encerrarse en casa fue el de fragilidad, una fragilidad que reconocía sin dificultad en mí pero que ahora se había revelado en un fenómeno global.
Todos buscamos la felicidad. A veces nos lo ponemos sumamente complicado pero no cabe duda: queremos ser felices y la felicidad es el motor principal de nuestros actos, posiblemente el gran motivo por el que asumimos innumerables sacrificios e invertimos enormes esfuerzos durante buena parte de nuestra existencia, y también la causa por la que cometemos un sinfín de estupideces. No percibimos que haya nada de malo en ello sino que nos parece una tendencia natural, legítima. La felicidad, comprada a tan alto precio, se sostiene sobre muchas patas, que van desde la salud física hasta el bienestar económico, pasando por la realización personal y profesional y la satisfacción social y afectiva. Nunca alcanzamos una felicidad completa pero sí que logramos encadenar aquí y allá ciertos hitos que nos mantienen estables en ella durante largos periodos y que nos imprimen la noción de que la vida, esa azarosa aventura sembrada de sufrimiento, merece la pena ser vivida.
Una vida que, lo sabemos, tiene una fastidiosa tendencia a invocar acontecimientos que alteran ese estado de felicidad y nos sacan fuera de los márgenes que consideramos aceptables: fracasos laborales, rupturas sentimentales, palos económicos, pérdida de seres queridos, enfermedades... Creemos tenerlo todo bajo control pero, en realidad, basta con que se quiebre una sola de las patas que nos sostienen para que todo el tinglado se venga abajo y nos hundamos en el abismo. Cuando estamos en lo más alto nos sentimos pletóricos, invencibles, pero una mala noticia y en un instante besaremos el fango.
Hace un par de años padecí un cólico nefrítico. Recuerdo que fue una mañana ideal: me levanté, hice una práctica perfecta, desayuné, me duché y a las siete empezó a llegar la gente de la sesión Mysore en Ashtanga Yoga Bilbao. A eso de las 9:30 apareció un ligero dolor en mi zona lumbar izquierda: "Qué raro, ¿habré forzado en kapotasana?", y al cabo de unas horas me encontraba postrado en cama sin poder moverme ni apenas articular palabra: comenzaba una semana de auténtica pesadilla sin prácticas perfectas ni desayunos ni duchas ni clases ideales.
Así somos de frágiles, de vulnerables. Prodigio de la evolución, sí. Maravilla de la naturaleza. Obras maestras compuestas de billones de células perfectamente sincronizadas, con multitud de tejidos y órganos sometidos a una consciencia que a sus órdenes son capaces de componer poesía, tocar instrumentos, construir rascacielos, diseñar aviones, surcar los siete mares y practicar la quinta serie de Ashtanga Yoga, pero al que una piedra de calcio tan pequeña que precisó de dos ecografías para ser detectada le hace hincar la rodilla, anula por completo todas sus capacidades y le obliga a centrar en ella su entera atención.
Piedras en el riñón, torceduras de tobillo, accidentes de tráfico, cánceres, despidos improcedentes, caídas de bolsa y toda clase de contrariedades nos acechan. No queremos que nos pase a nosotros y cuando al vecino le ocurre pensamos: "Buf, menos mal que a mí no." Pero de una u otra manera a todos nos llega; en último término si todo ha ido bien aguardan la decrepitud y la muerte. El ser humano vive como si no fuera a morir nunca y muere como si nunca hubiese vivido, dice un viejo cuento oriental.
Lo extraordinario de todo lo que está pasando con el asunto este del coronavirus es que, por primera vez en mucho tiempo, una desgracia nos golpea a todos por igual. Cuando sube la gasolina o cuando acontece una crisis económica siempre hay elementos de la sociedad que se benefician, a los que les viene bien aquello que muchos perciben como algo malo: magnates del petróleo, especuladores y fondos buitre que saben sacar provecho del río revuelto.
Ahora, una tercera parte del mundo permanece encerrada en casa, acorralado por este inesperado microscópico agente biológico. Hablé por teléfono con David Williams, el antiguo profesor de Ashtanga Yoga afincado en Hawaii, y me contó que en su remota isla en medio del Pacífico sólo tienen veinticinco casos todavía pero que aún así se han quedado todos en casa, han dejado de llegar turistas y entran en las tiendas de uno en uno con guantes y máscara, La todopoderosa sociedad tecnológica se tambalea sin que importe dónde vivas, la aldea más pordiosera de la India o el apartamento más lujoso de Manhattan: el virus no distingue entre nacionalidades ni economías
Es decir, de la misma manera que una piedra en el riñón dejó en evidencia mi fragilidad, el virus ha hecho lo propio con la sociedad humana. Hemos conquistado el espacio, explotamos los recursos del planeta a escala industrial y disfrutamos de un nivel tecnológico que hace apenas un siglo ni los más imaginativos autores de ciencia ficción habrían llegado a soñar. Los seres humanos nacen y mueren, sí, pero la humanidad en su conjunto se cree invulnerable. Tonteamos peligrosamente con la ecología y, aunque parezca que la temperatura sube unas pocas décimas, se fundan algunos glaciares y se extingan especies, no pasan de meras advertencias que paliamos tomando tímidas medidas; en realidad, sinceramente: ¿quién nos puede derrotar? Nuestra ciencia nos lleva a comprender los confines del Universo y contamos con armas nucleares capaces de vaporizar ciudades enteras en cuestión de minutos así que, ¿en verdad puede asustarnos nada? Pues no hay mucho más que decir; aquí lo tenemos delante de nuestros ojos: un virus nos ha dejado en cueros y no podemos hacer otra cosa que acurrucarnos en nuestras madrigueras y capear el vendaval. Gigantes con pies de barro.
A la pregunta acerca de si Dios tolera el coronavirus y otros males, hay que responder de manera transversal: ¿qué hay que entender por mal? Desde cierto punto de vista, nosotros podemos ser el mal. Se dice que ahora que los humanos no se dejan ver fuera, los animales están recuperando territorios que les habían sido vedados tales como playas y parques. También, los menores niveles de tráfico rodado y actividad industrial han reducido la contaminación atmosférica. Así que desde la perspectiva del planeta el confinamiento o, porqué no decirlo, el exterminio del ser humano suena como una noticia excelente.
Si por un momento nos olvidáramos de nuestra naturaleza humana y en una colosal e irreverente pirueta nos pusiésemos en la “piel” de Dios, de esa supuesta entidad suprema que lo rige todo, es muy probable que adquiriéramos una percepción muy distinta de la que tenemos de la dualidad bien-mal. Para empezar, en la inabarcable obra de Dios el mal convive en el bien y viceversa; los ciclos implacables de destrucción y creación, la constante transformación de la materia y energía en otras formas, la tendencia constante al desorden o, dicho en una palabra, la impermanencia, vienen de serie. Por lo poco que sé de filosofía de las religiones, lo más probable es que una de las cualidades de ese inalcanzable Dios sea la más absoluta de las ecuanimidades, un perfecto equilibrio entre opuestos: bien y mal, luz y oscuridad, salud y enfermedad.
Así pues, resulta más que evidente que Dios permite que suceda el mal o, mejor dicho, que acontezcan cambios que los sentidos subjetivos de los seres que pueblan Su creación perciban como estímulos negativos en contraposición a otros que sean considerados positivos. De hecho si no hubiera mal, seguramente el bien no sería distinguible. Si las fresas tuvieran el mismo sabor que las piedras, ¿nos molestaríamos en ir a buscar fresas o mordisquearíamos cualquier guijarro? ¿Seríamos capaces de distinguir a las personas honradas si no hubiera sinvergüenzas? Y por último: ¿realmente podríamos ser libres dentro de un mundo en el que no existiera la posibilidad de hacer el mal?, ¿tendría sentido la vida en semejante escenario de ausencia de mal y, en consecuencia, de no libertad?
Gran Vía de Madrid, desierta. |
Si por un momento nos olvidáramos de nuestra naturaleza humana y en una colosal e irreverente pirueta nos pusiésemos en la “piel” de Dios, de esa supuesta entidad suprema que lo rige todo, es muy probable que adquiriéramos una percepción muy distinta de la que tenemos de la dualidad bien-mal. Para empezar, en la inabarcable obra de Dios el mal convive en el bien y viceversa; los ciclos implacables de destrucción y creación, la constante transformación de la materia y energía en otras formas, la tendencia constante al desorden o, dicho en una palabra, la impermanencia, vienen de serie. Por lo poco que sé de filosofía de las religiones, lo más probable es que una de las cualidades de ese inalcanzable Dios sea la más absoluta de las ecuanimidades, un perfecto equilibrio entre opuestos: bien y mal, luz y oscuridad, salud y enfermedad.
Así pues, resulta más que evidente que Dios permite que suceda el mal o, mejor dicho, que acontezcan cambios que los sentidos subjetivos de los seres que pueblan Su creación perciban como estímulos negativos en contraposición a otros que sean considerados positivos. De hecho si no hubiera mal, seguramente el bien no sería distinguible. Si las fresas tuvieran el mismo sabor que las piedras, ¿nos molestaríamos en ir a buscar fresas o mordisquearíamos cualquier guijarro? ¿Seríamos capaces de distinguir a las personas honradas si no hubiera sinvergüenzas? Y por último: ¿realmente podríamos ser libres dentro de un mundo en el que no existiera la posibilidad de hacer el mal?, ¿tendría sentido la vida en semejante escenario de ausencia de mal y, en consecuencia, de no libertad?
No, Dios no nos ha enviado el coronavirus; no quiere castigarnos a nosotros ni tenía la más mínima intención de ponerles las cosas difíciles al pastor y a las hormigas del cuento de J. J. Benítez. Las inundaciones, los incendios y la pandemia forman parte de un mundo en continua transformación y desorden dentro del cual actuamos en libertad pero sobre el que, a menudo muy a nuestro pesar, tenemos una capacidad limitadísima de influir.
En el Atmabodha Upanishad existe una metáfora preciosa para explicar la relación entre atman, el individuo, y brahman, el todo. Atman es la ola que surge del océano de brahman y que, como toda ola, después de su breve despliegue de belleza acuática regresará a brahman. Mientras somos ola somos agua, pero cuando dejamos de ser ola y nos fundimos en brahman, seguimos siendo agua. Cada vida es una excrecencia del Todo. Casi podemos pensar en cada uno de nosotros como un náufrago encaramado en una precaria balsa sobre la cresta de su ola, pretendiendo tenerlo todo bajo control y rogándole al mar que le obedezca y no le haga sufrir, momentos antes de que la ola rompa. El agua de la ola es el atman, nuestra verdadera naturaleza, mientras el náufrago es el ego, quien se ha empoderado ensoberbecido, se cree lo más importante del Universo y espera que el viento sople a su son. El náufrago, lo acepte o no, tiene los segundos contados: en unos instantes la ola se hundirá en el mar, el ego desaparecerá y de nuevo sólo quedará atman diluido en brahman. Después, una ola volverá a surgir y el ciclo se repetirá.
A modo de conclusión escribiré acerca de lo que opino debería hacer cada uno. En primer lugar, desesperarse, quejarse y clamar al Cielo o a la Moncloa son gestos estériles que sólo contribuyen a generar más ruido. Lo que no se hizo en su momento no se puede hacer ya, y ahora lo que nos queda es que cada cual actúe según su deber. En lo que respecta a la mayoría de nosotros, la tarea es bien sencilla: quedarnos en casa y contribuir lo menos posible a la proliferación de la enfermedad. Un esfuerzo menor, teniendo en cuenta el terrible peso y responsabilidad que recae sobre los desbordados sanitarios y los políticos con sus palos de ciego. En cierto modo incluso hasta tiene algo de poético ver a la Humanidad unida en algo por vez primera. En esta crisis no hay distinción entre naciones ni clanes ideológicos; el virus no conoce fronteras. Aprendamos de los errores y rememos juntos.
A modo de conclusión escribiré acerca de lo que opino debería hacer cada uno. En primer lugar, desesperarse, quejarse y clamar al Cielo o a la Moncloa son gestos estériles que sólo contribuyen a generar más ruido. Lo que no se hizo en su momento no se puede hacer ya, y ahora lo que nos queda es que cada cual actúe según su deber. En lo que respecta a la mayoría de nosotros, la tarea es bien sencilla: quedarnos en casa y contribuir lo menos posible a la proliferación de la enfermedad. Un esfuerzo menor, teniendo en cuenta el terrible peso y responsabilidad que recae sobre los desbordados sanitarios y los políticos con sus palos de ciego. En cierto modo incluso hasta tiene algo de poético ver a la Humanidad unida en algo por vez primera. En esta crisis no hay distinción entre naciones ni clanes ideológicos; el virus no conoce fronteras. Aprendamos de los errores y rememos juntos.
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