Nines Blázquez en la puerta del KPJAYI. |
En el mes de mayo del año 2015 estábamos de despedida. A final de mes dejaba el que había sido mi trabajo desde hacía casi diez años y la ciudad de Madrid para regresar a Bilbao y emprender la búsqueda de un hogar para Ashtanga Yoga Bilbao.
Pero aún quedaban algunos hitos importantes en Madrid, el primero de los cuales en el propio mes de mayo: el habitual taller con neozelandés Peter Sanson al que habíamos asistido cada año desde hacía prácticamente una década y del que nuestra nueva vida en Bilbao estaba a punto de distanciarnos.
El taller en sí fue, una vez más, una experiencia estupenda. Las dos escuelas de Ashtanga Yoga más importantes de Madrid volvieron a reunirse en Espoz y Mina para compartir su experiencia y energía con Peter Sanson como maestro de ceremonias y Borja Romero-Valdespino y José Carballal como asistentes de lujo.
El sábado al mediodía Nines y yo tuvimos el gran honor de ser invitados a comer con Peter Sanson, Borja y su mujer Susana Berenguer en lo que prometía ser una ocasión muy especial. No volveríamos a ver a ninguno de ellos, ni siquiera a Borja, pero mucho menos a Peter, en mucho tiempo, y no nos podíamos imaginar una despedida mejor de Madrid que compartiendo una última comida y recibiendo los consejos de los profesores de Ashtanga Yoga con los que más tiempo habíamos estado y que más influyentes habían sido para nosotros.
Nines sobre una roca de San Valentín. |
Los consejos, en efecto, fueron útiles y generosos, pero en determinado momento salió a colación lo que Peter Sanson no dudó en calificar como "un milagro de Ashtanga Yoga" y lo que, al fin y a la postre, es el punto central de esta entrada: la historia de Nines Blázquez.
Este blog, desde sus comienzos, ha sido una plataforma desde la que yo, Fernando Gorostiza, he dado rienda suelta a dos de mis mayores pasiones: Ashtanga Yoga y la escritura. Además de diversos temas de interés general relacionados con el yoga he escrito, claro, acerca de Ashtanga Yoga Bilbao, de sus comienzos y de su recorrido pero, casi siempre, y hasta cierto punto como era lógico puesto que soy el autor de todas las entradas, lo he hecho desde mi propio punto de vista. Entre pitos y flautas no cabe duda de que a estas alturas un asiduo lector de este blog ha podido hacerse ya un retrato bastante amplio de Fernando Gorostiza y de su trayectoria, aunque probablemente no pueda decir lo mismo de Nines Blázquez, mi esposa y la otra mitad de Ashtanga Yoga Bilbao. Hoy ha llegado, por tanto, la hora de que sea ella la protagonista.
Cualquiera que vea practicar por primera vez Ashtanga Yoga a Nines Blázquez se llevará una gran sorpresa. Es una chica pequeñita, con aspecto de poca cosa y que sin embargo despliega una gran fortaleza. Es capaz de completar la primera serie de forma perfecta, sin flaquear ni adaptar ninguna postura, y acto seguido continuar la serie intermedia hasta ardha matsyendrasana, culminando con puentes, drop backs y una secuencia final inapelables. Parece como si lo hubiese estado haciendo toda la vida.
A veces, cuando se observa a alguien realizar cualquier cosa a la que ha dedicado mucho tiempo y esfuerzo pero se carece de perspectiva se tiende a pasar por alto el arduo recorrido y sinnúmero de dificultades superadas que hay detrás. En efecto, cuando un músico, un pintor, un bailarín, un masajista, un cirujano o un fontanero desempeñan aquellas tareas en la que son expertos, casi parece como si hubiesen nacido con esas habilidades y las hicieran salir al exterior de forma natural, sin esfuerzo. En el caso de la práctica de yoga sucede otro tanto.
En este momento me vienen a la memoria varios ejemplos de personas que he conocido durante años y en quienes he visto el impacto paulatino, la evolución de la práctica de Ashtanga Yoga. A algunos los vi empezar y luego, durante años, fuimos compañeros de esterilla. Si un recién llegado a Ashtanga Yoga los contemplase hoy practicar, probablemente pensaría que "seguro que vienen del ballet o de la gimnasia rítmica y claro, así cualquiera". Pero nada más lejos de la realidad; no son gimnastas ni acróbatas, sino profesionales de distintos ámbitos como tú y como yo: comerciales, arquitectos, camareros, enfermeros, ingenieros que no habían hecho antes nada fuera de lo común por sus cuerpos y psicomotricidad y que, al igual que sucede en el caso del que da sus primeros pasos en cualquier disciplina que nunca antes holló, sus comienzos fueron discretos. Los progresos físicos, aunque llamativos para el observador externo, no fueron más que la consecuencia superficial de un trabajo interno, mucho más sutil. Y es que ellos no arrojaron la toalla tras las primeras dificultades, sino que insistieron, se rindieron y se entregaron. Y no lo hicieron durante unos meses, un verano o una temporada; día tras día, año tras año, en invierno y verano, bajo frío, calor o lluvia y les apeteciera ese día o no. La vida los azotó a lo largo del camino; no todo fue un sendero de rosas: sufrieron lesiones, perdieron trabajos, sus parejas les partieron el corazón y tuvieron que despedir para siempre a seres queridos, pero a pesar de la adversidad continuaron sobre la esterilla en la que hallaron una herramienta de transformación física, psíquica y personal.
Y de entre estos casos, el de Nines es sin duda uno de los más sorprendentes.
En el domicilio familiar de los Blázquez Morcuende en el barrio madrileño de la Estrella vivían Daniela, Crescencio y sus cuatro hijos. Cuando Daniela quedó embarazada por quinta vez todos prefirieron una nueva hija; los tres primeros habían sido varones, así que otra chica equilibraría la balanza de sexos en el hogar. A mediados de los setenta no había tanto refinamiento y sofisticación como hoy; el embarazo progresó de manera natural sin grandes chequeos ni ecografías y tan sólo al séptimo mes, debido al tamaño de la barriga, se supo que no había uno, sino dos bebés. Cuando Daniela entró en el paritorio ni siquiera se sabía si serían niño o niña. Todo transcurrió con normalidad y primero nació una preciosa niña de tres kilos y medio a la que llamaron Pilar. Detrás llegó una segunda niña, una melliza con la que hasta casi el final los médicos no habían contado. Su nombre fue Nines.
Nines era algo más pequeña que Pilar y nació con un problema. Como no se habían realizado pruebas durante la gestación, los médicos pasaron por alto que las mellizas no se estaban colocando de manera adecuada en el vientre materno y Pilar fue empujando a Nines a la parte trasera. Daniela se había estado quejando de dolores crecientes en la zona lumbar pero los médicos lo consideraron un síntoma habitual o quizás piedras en los riñones y no le dieron importancia. En realidad, lo que sucedía era que los pies de Nines se estaban incrustando en la espalda de su madre, empujados por su hermana. Hoy día esta situación habría sido detectada sencillamente en una ecografía y se habría manipulado a los embriones para que el espacio se hubiese repartido de forma óptima, pero en el caso de Nines y Pilar no se hizo nada. La consecuencia fue que Nines nació con los pies totalmente doblados hacia atrás, los dedos contra los talones.
Al de dos semanas de nacer le escayolaron los pies y a los tres meses pasó por el quirófano para una intervención de cuatro horas. Los cirujanos querían alargar sus tendones de Aquiles y estirar sus pies para que apuntasen hacia delante y le permitiesen caminar, lo que no pudo hacer hasta los cuatro años de edad. Luego, hasta los dieciseis años y día y noche tuvo que llevar zapatos y botas ortopédicas que le enderezaban los huesos de los pies.
Por todo esto, Nines nunca fue buena en los deportes; no podía practicarlos como los demás niños porque, sencillamente, sus pies no se podían mover hacia arriba y hacia abajo como el resto. A los treinta años de edad, en una de las habituales revisiones médicas a las que se tendría que seguir sometiendo durante toda su vida, los médicos le advirtieron de que tenía que hacer algo por estirar sus tendones porque el paso del tiempo y la inactividad los estaba acortando. O hacía algo para evitarlo o sólo le quedarían dos opciones: volver a pasar por el quirófano para alargar los tendones una vez más o resignarse a no poder andar y quedarse en silla de ruedas.
Fue entonces cuando decidió dar un golpe de timón en su vida. Dejó el tabaco, un vicio que la venía lastrando desde la adolescencia y comenzó a practicar yoga, una de las pocas actividades con componente físico que le había suscitado interés. Y como si hubiese vuelto a nacer, ante ella se abrió una nueva vida. Durante un tiempo probó diferentes estilos y finalmente acabó en la pequeña escuela de Ashtanga Yoga de Borja Romero-Valdespino en la calle Juanelo.
Corría el año 2009. Por aquel entonces yo era ya un asiduo de Ashtanga Yoga Madrid. Nuestros horarios no coincidían; por lo general ella asistía a las clases de la mañana y yo a las de la tarde, pero los que nos esforzamos en practicar a diario a veces debemos amoldar nuestros horarios y tampoco era raro que yo me pasara algunas semanas a la mañana o ella a la tarde. Así que no tardé en acostumbrarme a ver a esa practicante menudita que siempre llevaba consigo unos pequeños álbumes con forma de cuña forrados con dibujos de las Supernenas que, mucho después lo supe, le ayudaban a compensar en algunas posturas la falta de movilidad de los tendones de sus piernas.
Al cabo de unos años se sometió a otra revisión. Los médicos le dijeron que, fuera lo que fuera lo que estaba haciendo, que siguiera con ello: sus tendones no se habían acortado, todo lo contrario, y sus pies no requerirían de intervención alguna. Cómo no, ella les hizo caso y continuó practicando Ashtanga Yoga.
El resto es historia. Al cabo del tiempo nos acabamos conociendo, una cosa llevó a la otra y... ya se sabe. A finales del año 2011 empezamos a salir juntos. En realidad, nada apuntaba que acabaríamos donde hemos terminado hoy. Los seres humanos tendemos a dejarnos llevar por la inercia y nos resistimos al cambio. Yo tenía un trabajo fijo de ingeniero en el Ministerio de Medio Ambiente, me había comprado un piso en el centro y ella era una exitosa profesora de diseño gráfico y de moda en varias de las escuelas de diseño más prestigiosas de Madrid, donde había nacido, crecido y vivían toda su familia y amigos. La idea de Ashtanga Yoga Bilbao se venía fraguando en mi cabeza desde hacía un tiempo, pero tampoco estaba decidido aún a poner mi vida patas arriba y dejarlo todo atrás. Al fin y al cabo, quería hacer las cosas bien y pensaba en ello más bien como un proyecto a largo plazo en un futuro remoto.
Cierto día de verano fuimos a comer al Loving Hut, un restaurante vegano con tintes budistas bastante curioso situado en la Plaza España. Estaba un poco nervioso porque quería tener una conversación seria con Nines. Cuando saque a la luz el tema ella se asustó; pensaba que le iba a decir que tenía una grave enfermedad o algo por el estilo. Lo que hice, en cambio, fue revelarle mi intención de volver a viajar a la India -ya lo había hecho una vez en el 2008- dos meses cada fin de año ejerciendo el derecho a un permiso sin sueldo anual que nos concedía el convenio colectivo de la empresa y que en el futuro tenía intención de regresar a Bilbao para abrir la primera escuela de Ashtanga Yoga. Nines me preguntó: "¿Y qué pinto yo en todo esto?" Le respondí que, si ella estaba de acuerdo, me gustaría contar con ella para que lo hiciésemos juntos.
No las tenía todas conmigo; Nines sólo había estado en Bilbao de vacaciones y su gente, su trabajo y todo su mundo estaba en Madrid. Pero tuve la inmensa fortuna de que no sólo le pareciera una buena idea, sino que se ofreció a acompañarme en todo: a la India y, cuando llegó el momento, lo dejó todo atrás y también se vino a Bilbao.
No me puedo sentir más afortunado por tener a Nines a mi lado. No tiene precio como esposa, amante, amiga, compañera y socia. En muchos casos nuestras virtudes se complementan y, en lo necesario, nuestras pasiones se solapan. Y es que en un proyecto que va mucho más allá que el de un simple negocio como el de Ashtanga Yoga Bilbao, erigido sobre sentimientos, resulta imprescindible que sus dos integrantes tiren del carro en la misma dirección. Reconforta verla llegar de madrugada a practicar, ayudar a la gente durante las clases y sentarnos juntos a pasar listas u organizar los detalles del siguiente evento. Gracias a ella todo ha sido mucho más fácil y Ashtanga Yoga Bilbao y mi propia vida sin duda no habrían sido lo mismo sin ella. Su personalidad, su entusiasmo y su arte lo impregnan todo, desde las galletas para el té hasta el propio logo de la escuela. Además, quizás debido a sus propias circunstancias siempre ha sentido interés en la biomecánica del cuerpo, lo que le ha llevado a cursar formaciones de quiromasaje, masaje ayurvédico y por último, de osteopatía, no con la intención de dedicarse a ello sino para aplicarlo en las problemáticas que se plantean durante las clases de Ashtanga Yoga, donde la intuición es crucial pero el conocimiento anatómico también resulta de gran ayuda.
Nines es para todos un ejemplo de superación, un símbolo de cómo el ser humano puede convertir sus desventajas en un acicate y no en una excusa. Donde otros habrían claudicado, ante un grave defecto estructural supo agigantarse, poniendo en práctica la gran máxima del yoga: que no se trata simplemente de posturas, sino un método sistemático para gestionar y superar los problemas a los que el ser humano, de diferentes maneras, se enfrenta y le causan pesar. Nines Blázquez, un milagro de Ashtanga Yoga.
La secuencia de drop backs by Nines Blázquez. Este movimiento en particular en el que se la ve tan suelta se le ha resistido a Nines durante la friolera de cuatro años.
A veces, cuando se observa a alguien realizar cualquier cosa a la que ha dedicado mucho tiempo y esfuerzo pero se carece de perspectiva se tiende a pasar por alto el arduo recorrido y sinnúmero de dificultades superadas que hay detrás. En efecto, cuando un músico, un pintor, un bailarín, un masajista, un cirujano o un fontanero desempeñan aquellas tareas en la que son expertos, casi parece como si hubiesen nacido con esas habilidades y las hicieran salir al exterior de forma natural, sin esfuerzo. En el caso de la práctica de yoga sucede otro tanto.
En este momento me vienen a la memoria varios ejemplos de personas que he conocido durante años y en quienes he visto el impacto paulatino, la evolución de la práctica de Ashtanga Yoga. A algunos los vi empezar y luego, durante años, fuimos compañeros de esterilla. Si un recién llegado a Ashtanga Yoga los contemplase hoy practicar, probablemente pensaría que "seguro que vienen del ballet o de la gimnasia rítmica y claro, así cualquiera". Pero nada más lejos de la realidad; no son gimnastas ni acróbatas, sino profesionales de distintos ámbitos como tú y como yo: comerciales, arquitectos, camareros, enfermeros, ingenieros que no habían hecho antes nada fuera de lo común por sus cuerpos y psicomotricidad y que, al igual que sucede en el caso del que da sus primeros pasos en cualquier disciplina que nunca antes holló, sus comienzos fueron discretos. Los progresos físicos, aunque llamativos para el observador externo, no fueron más que la consecuencia superficial de un trabajo interno, mucho más sutil. Y es que ellos no arrojaron la toalla tras las primeras dificultades, sino que insistieron, se rindieron y se entregaron. Y no lo hicieron durante unos meses, un verano o una temporada; día tras día, año tras año, en invierno y verano, bajo frío, calor o lluvia y les apeteciera ese día o no. La vida los azotó a lo largo del camino; no todo fue un sendero de rosas: sufrieron lesiones, perdieron trabajos, sus parejas les partieron el corazón y tuvieron que despedir para siempre a seres queridos, pero a pesar de la adversidad continuaron sobre la esterilla en la que hallaron una herramienta de transformación física, psíquica y personal.
Nines Blázquez en marichyasana D. |
En el domicilio familiar de los Blázquez Morcuende en el barrio madrileño de la Estrella vivían Daniela, Crescencio y sus cuatro hijos. Cuando Daniela quedó embarazada por quinta vez todos prefirieron una nueva hija; los tres primeros habían sido varones, así que otra chica equilibraría la balanza de sexos en el hogar. A mediados de los setenta no había tanto refinamiento y sofisticación como hoy; el embarazo progresó de manera natural sin grandes chequeos ni ecografías y tan sólo al séptimo mes, debido al tamaño de la barriga, se supo que no había uno, sino dos bebés. Cuando Daniela entró en el paritorio ni siquiera se sabía si serían niño o niña. Todo transcurrió con normalidad y primero nació una preciosa niña de tres kilos y medio a la que llamaron Pilar. Detrás llegó una segunda niña, una melliza con la que hasta casi el final los médicos no habían contado. Su nombre fue Nines.
Nines era algo más pequeña que Pilar y nació con un problema. Como no se habían realizado pruebas durante la gestación, los médicos pasaron por alto que las mellizas no se estaban colocando de manera adecuada en el vientre materno y Pilar fue empujando a Nines a la parte trasera. Daniela se había estado quejando de dolores crecientes en la zona lumbar pero los médicos lo consideraron un síntoma habitual o quizás piedras en los riñones y no le dieron importancia. En realidad, lo que sucedía era que los pies de Nines se estaban incrustando en la espalda de su madre, empujados por su hermana. Hoy día esta situación habría sido detectada sencillamente en una ecografía y se habría manipulado a los embriones para que el espacio se hubiese repartido de forma óptima, pero en el caso de Nines y Pilar no se hizo nada. La consecuencia fue que Nines nació con los pies totalmente doblados hacia atrás, los dedos contra los talones.
Al de dos semanas de nacer le escayolaron los pies y a los tres meses pasó por el quirófano para una intervención de cuatro horas. Los cirujanos querían alargar sus tendones de Aquiles y estirar sus pies para que apuntasen hacia delante y le permitiesen caminar, lo que no pudo hacer hasta los cuatro años de edad. Luego, hasta los dieciseis años y día y noche tuvo que llevar zapatos y botas ortopédicas que le enderezaban los huesos de los pies.
Nines Blázquez en kapotasana. |
Por todo esto, Nines nunca fue buena en los deportes; no podía practicarlos como los demás niños porque, sencillamente, sus pies no se podían mover hacia arriba y hacia abajo como el resto. A los treinta años de edad, en una de las habituales revisiones médicas a las que se tendría que seguir sometiendo durante toda su vida, los médicos le advirtieron de que tenía que hacer algo por estirar sus tendones porque el paso del tiempo y la inactividad los estaba acortando. O hacía algo para evitarlo o sólo le quedarían dos opciones: volver a pasar por el quirófano para alargar los tendones una vez más o resignarse a no poder andar y quedarse en silla de ruedas.
Fue entonces cuando decidió dar un golpe de timón en su vida. Dejó el tabaco, un vicio que la venía lastrando desde la adolescencia y comenzó a practicar yoga, una de las pocas actividades con componente físico que le había suscitado interés. Y como si hubiese vuelto a nacer, ante ella se abrió una nueva vida. Durante un tiempo probó diferentes estilos y finalmente acabó en la pequeña escuela de Ashtanga Yoga de Borja Romero-Valdespino en la calle Juanelo.
Corría el año 2009. Por aquel entonces yo era ya un asiduo de Ashtanga Yoga Madrid. Nuestros horarios no coincidían; por lo general ella asistía a las clases de la mañana y yo a las de la tarde, pero los que nos esforzamos en practicar a diario a veces debemos amoldar nuestros horarios y tampoco era raro que yo me pasara algunas semanas a la mañana o ella a la tarde. Así que no tardé en acostumbrarme a ver a esa practicante menudita que siempre llevaba consigo unos pequeños álbumes con forma de cuña forrados con dibujos de las Supernenas que, mucho después lo supe, le ayudaban a compensar en algunas posturas la falta de movilidad de los tendones de sus piernas.
Al cabo de unos años se sometió a otra revisión. Los médicos le dijeron que, fuera lo que fuera lo que estaba haciendo, que siguiera con ello: sus tendones no se habían acortado, todo lo contrario, y sus pies no requerirían de intervención alguna. Cómo no, ella les hizo caso y continuó practicando Ashtanga Yoga.
Con Nines en el Retiro de Madrid, poco antes de la mudanza a Bilbao. |
El resto es historia. Al cabo del tiempo nos acabamos conociendo, una cosa llevó a la otra y... ya se sabe. A finales del año 2011 empezamos a salir juntos. En realidad, nada apuntaba que acabaríamos donde hemos terminado hoy. Los seres humanos tendemos a dejarnos llevar por la inercia y nos resistimos al cambio. Yo tenía un trabajo fijo de ingeniero en el Ministerio de Medio Ambiente, me había comprado un piso en el centro y ella era una exitosa profesora de diseño gráfico y de moda en varias de las escuelas de diseño más prestigiosas de Madrid, donde había nacido, crecido y vivían toda su familia y amigos. La idea de Ashtanga Yoga Bilbao se venía fraguando en mi cabeza desde hacía un tiempo, pero tampoco estaba decidido aún a poner mi vida patas arriba y dejarlo todo atrás. Al fin y al cabo, quería hacer las cosas bien y pensaba en ello más bien como un proyecto a largo plazo en un futuro remoto.
Cierto día de verano fuimos a comer al Loving Hut, un restaurante vegano con tintes budistas bastante curioso situado en la Plaza España. Estaba un poco nervioso porque quería tener una conversación seria con Nines. Cuando saque a la luz el tema ella se asustó; pensaba que le iba a decir que tenía una grave enfermedad o algo por el estilo. Lo que hice, en cambio, fue revelarle mi intención de volver a viajar a la India -ya lo había hecho una vez en el 2008- dos meses cada fin de año ejerciendo el derecho a un permiso sin sueldo anual que nos concedía el convenio colectivo de la empresa y que en el futuro tenía intención de regresar a Bilbao para abrir la primera escuela de Ashtanga Yoga. Nines me preguntó: "¿Y qué pinto yo en todo esto?" Le respondí que, si ella estaba de acuerdo, me gustaría contar con ella para que lo hiciésemos juntos.
No las tenía todas conmigo; Nines sólo había estado en Bilbao de vacaciones y su gente, su trabajo y todo su mundo estaba en Madrid. Pero tuve la inmensa fortuna de que no sólo le pareciera una buena idea, sino que se ofreció a acompañarme en todo: a la India y, cuando llegó el momento, lo dejó todo atrás y también se vino a Bilbao.
El 19 de agosto del 2017. |
No me puedo sentir más afortunado por tener a Nines a mi lado. No tiene precio como esposa, amante, amiga, compañera y socia. En muchos casos nuestras virtudes se complementan y, en lo necesario, nuestras pasiones se solapan. Y es que en un proyecto que va mucho más allá que el de un simple negocio como el de Ashtanga Yoga Bilbao, erigido sobre sentimientos, resulta imprescindible que sus dos integrantes tiren del carro en la misma dirección. Reconforta verla llegar de madrugada a practicar, ayudar a la gente durante las clases y sentarnos juntos a pasar listas u organizar los detalles del siguiente evento. Gracias a ella todo ha sido mucho más fácil y Ashtanga Yoga Bilbao y mi propia vida sin duda no habrían sido lo mismo sin ella. Su personalidad, su entusiasmo y su arte lo impregnan todo, desde las galletas para el té hasta el propio logo de la escuela. Además, quizás debido a sus propias circunstancias siempre ha sentido interés en la biomecánica del cuerpo, lo que le ha llevado a cursar formaciones de quiromasaje, masaje ayurvédico y por último, de osteopatía, no con la intención de dedicarse a ello sino para aplicarlo en las problemáticas que se plantean durante las clases de Ashtanga Yoga, donde la intuición es crucial pero el conocimiento anatómico también resulta de gran ayuda.
Nines es para todos un ejemplo de superación, un símbolo de cómo el ser humano puede convertir sus desventajas en un acicate y no en una excusa. Donde otros habrían claudicado, ante un grave defecto estructural supo agigantarse, poniendo en práctica la gran máxima del yoga: que no se trata simplemente de posturas, sino un método sistemático para gestionar y superar los problemas a los que el ser humano, de diferentes maneras, se enfrenta y le causan pesar. Nines Blázquez, un milagro de Ashtanga Yoga.